La culminación del desarme

FOTOGRAFÍA: FERNANDO LÓPEZ

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Distante de los principios de integralidad, equidad y la solidaridad que acompañaron la fundación del Ministerio de Salud, el modelo que se ha ido consolidando en los últimos años tiende hacia la profundización de la descentralización, la privatización y la disminución de la responsabilidad del Estado en brindar un servicio de salud pública de calidad. Algunos antecedentes y ejemplos actuales dan la pauta de la situación que se torna cada vez más crítica.

La degradación del Ministerio de Salud Pública de la Nación llevada a cabo por el Gobierno nacional en estos días es un hecho grave y preocupante.

El sistema de salud de la Argentina es caracterizado como fragmentado y segmentado, y sabido es que esta forma “organizativa” genera desigualdades sociales en la atención de la salud (en la cobertura, inequidades en el acceso y en el proceso de atención), siendo menos eficaz y eficiente para atender los problemas de salud de la población.

Esta situación no es nueva sino que es el resultado de un largo proceso de disputas entre diferentes visiones y proyectos en torno a la salud, las que, a riesgo de simplificar, pueden caracterizarse en dos visiones contrapuestas. Por un lado, aquellas que entiende la salud de la población como un derecho y al Estado como el garante. Por el otro, aquellas para las que la salud es un bien privado a ser transado según la lógica del mercado.

Desde la creación del Ministerio de Salud de la Nación hasta la actualidad, la tensión entre transferir las responsabilidades a las provincias o fortalecer un sistema nacional de salud, se dirime según el proyecto político gobernante.

 

La primera visión exige un sistema de salud integral, universal y solidario, que promueva la atención y los cuidados de la salud con equidad e integralidad, y que elimine las diversas barreras que puedan surgir (geográficas, económicas, culturales, organizativas); poco de esto se puede alcanzar sin la presencia del Estado, no solo mediante la provisión de servicios a través de la red pública, sino también como regulador del conjunto. La segunda, por el contrario, precisa de la menor injerencia posible del Estado, ya que implica una desregulación y liberalización para que los actores, en función de su poder, se apropien de los recursos disponibles, donde el individualismo desplaza a la solidaridad y ya no se trata de atender y proteger a ciudadanos sujetos de derecho, sino a consumidores individuales con diferentes capacidades de pago.

Si bien dichas visiones no son privativas de los gobiernos (el campo de la salud está integrado por múltiples actores, tales como la academia, el complejo médico industrial, las corporaciones profesionales y sanatoriales, sindicatos, asociaciones de usuarios, etc.), la visión de estos, según su ideología y el modo de ejercer la función en tanto autoridad sanitaria nacional, es la que marca la direccionalidad del proceso.

Es así como desde la creación en 1949 del Ministerio de Salud de la Nación hasta la actualidad, la tensión entre transferir las responsabilidades a las provincias o fortalecer un sistema nacional de salud, se dirime según el proyecto político gobernante. Durante las dictaduras cívico-militares y los gobiernos de corte neoliberal, la tendencia fue, y es, hacia la descentralización (sin transferencias de recursos financieros) de las funciones de salud pública a las provincias y municipios y a favorecer los procesos privatizadores, mientras que los gobiernos progresistas y populares desarrollan proyectos que van en el sentido de asignar más responsabilidad al Estado, en especial al nivel nacional, en lo relativo a reparar las desigualdades entre provincias y en su rol regulador del conjunto.

El actual gobierno, desde que asumió sus funciones en diciembre del 2015, viene mostrando su posición al respecto: un Estado nacional que progresivamente comienza a dejar de lado las responsabilidades sobre la salud de los ciudadanos, cargando sobre estos el control de la situación, y generando condiciones para la privatización de la salud pública.

Ejemplo de lo primero es el modo en que el Ministerio de Salud abordó en los dos últimos años problemas como el dengue, zika, chikungunya y encefalitis de San Luis, luego del desmantelamiento de la Dirección Nacional de Control de Vectores. Los mensajes a la ciudadanía dan cuenta de que la estrategia propuesta para abordarlos carga la total responsabilidad del control de las epidemias en el individuo. En tal sentido era previsible la aparición de brotes de eventos vectoriales en varias provincias y del posible cambio de estatus epidemiológico para el dengue. De acuerdo a datos del último Boletín Integrado de Vigilancia (N° 420, SE 35 2018), la enfermedad que hasta entonces era epidémica, habría pasado a ser endémica, ya que la circulación del virus en algunas provincias no se interrumpió con el inicio del invierno.

Similar dirección tienen otras decisiones, que implican el incumpliendo de facto de sus responsabilidades, como el cierre progresivo de varios programas nacionales (salud sexual y reproductiva, equipos territoriales de salud mental, etc.), el debilitamiento y recorte en la provisión de medicamentos para el primer nivel (medicación básica para enfermedades frecuentes), de la medicación alto costo (oncológicos y biológicos), de la medicación para programas especiales y enfermedades desatendidas (VIH-SIDA, Tuberculosis, Chagas), de vacunas del programa ampliado de inmunizaciones, antirrábicas, y la falta de transferencia de los recursos financieros para los servicios de hemodiálisis.

El proyecto tiende a mercantilizar la atención de la salud, fragmentando y segmentando aún más la población, transfiriendo los recursos públicos a los actores del sector privado y disminuyendo la responsabilidad del Estado en su obligación de garantizar derechos.

 

Ejemplo de las tendencias privatizadoras es el proyecto de la Cobertura Universal de Salud (CUS). Puesta en vigencia con el Decreto 908/2016, el documento soslaya la cobertura que brinda el subsector público de salud. La referencia más aproximada a este es a través de la frase “personas que carecen de una cobertura pactada”, eufemismo para denominar a la población sin obra social o prepaga que cotidianamente se atiende en la red pública de salud (aproximadamente 7.000 establecimientos), que produce desde cuidados básicos a tratamientos complejos y costosos (trasplante, cirugía cardiovascular, etc.), con importantes recursos (el presupuesto invertido en salud por todos los niveles nacional y provincial para 2017 ronda los doscientos veinte mil millones de pesos/año), y donde varios miles de trabajadores y trabajadoras producen prácticas curativas, preventivas y de promoción, tanto “puertas adentro” como en el “territorio”, a nivel singular y colectivo. Con respecto al sector de la seguridad social, (las “obras sociales”), el Decreto las menciona indirectamente. Por un lado, para financiar la CUS se recurrirá por única vez a los recursos contenidos en el Fondo Solidario de Redistribución ocho mil millones de pesos). Por el otro, la Superintendencia de Seguros de Salud y la CGT, junto con el Ministerio de Salud de la Nación conformarán la Unidad Ejecutora de la CUS. ¿Es prudente poner en igualdad de condiciones a la máxima autoridad nacional en materia de salud con actores que administran los recursos de la seguridad social?

Paralelamente el gobierno propone crear la Agencia de Evaluación de Tecnologías, que tiene por competencia establecer la canasta básica de prestaciones de la CUS, y que seguramente se transformará en referencia para la seguridad social. Los servicios no incluidos en la canasta deberán ser asumidos por cada ciudadano como gasto de bolsillo. Todo esto lleva a pensar que el proyecto tiende a mercantilizar la atención de la salud, fragmentando y segmentando aún más la población, transfiriendo los recursos públicos a los actores del sector privado y disminuyendo la responsabilidad del Estado en su obligación de garantizar derechos.

Estos antecedentes sumado al actual contexto, donde el Ejecutivo se propone achicar la inversión pública ajustando el gasto fiscal y degradar al Ministerio de Salud mediante el decreto 2018-43594404-APN, vienen a blanquear la situación. De las treinta y siete funciones asignadas a la nueva cartera solo una remite, y de un modo muy general, a la salud.

Por todo ello, desde la Asociación Santafesina de Medicina General y Familiar (ASMGyF), sostenemos que la política sanitaria del actual gobierno nacional es un retroceso brutal para la salud pública, a quien hacemos responsable por las graves consecuencias que estas generan y generarán sobre la salud de nuestro pueblo. La nación debe compensar las brechas de inequidad que existen entre las provincias y para ello debe fortalecer su rol de rectoría, pero el contexto neoliberal provoca un retroceso en marcos regulatorios que involucran desde el comercio exterior, la especulación financiera y la fuga sistemática de capitales que desfinancian las políticas públicas estatales, impactando con gravedad en el acceso a un servicio de salud de calidad.

 

· Por la Asociación Santafesina de Medicina General y Familiar (ASMGyF) ·

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