La crueldad avanza

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Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad

que asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad

quizá no merezcamos existir”

José Saramago  

El atontamiento

Argentina, año 2024. La sensación cuando se mira en derredor es la de estar viviendo una ficción distópica. Nos metieron en una película futurista noir post apocalíptica en la que apenas se reconoce el paisaje urbano luego del caos nuclear. La sensación se denomina desrealización: las cosas parecen cambiadas. Son y no son. Algo no coincide. No se termina de reconocer el entorno supuestamente conocido como familiar. Eso en lo individual; en lo colectivo se vive como una especie de atontamiento —experiencia que cada día se escucha más, a medida que comienzan a retornar las palabras para narrarla, transitoriamente extraviadas—, y es muy posiblemente un efecto calculado,  una condición necesaria para la aplicación del ajuste económico más brutal de la historia económica de Occidente.

De a poco, como quien despierta de una borrachera calamitosa, vamos logrando enfocar la realidad y comprendemos que no se trata ni de una pesadilla ni de una ficción: nos están rompiendo el país. No es objeto de este texto describir el alcance de la catástrofe ni sus causas históricas —lejanas y cercanas— porque quien lo firma no está capacitado para tanto. En cambio, como profesional de la Salud Mental sí me toca abordar uno de sus aspectos clave: la mutación subjetiva que precede, hace posible y habilita la llegada al poder, en Argentina, de una ultraderecha negacionista, violenta, empobrecedora y cruel.

¿Qué es la crueldad? Podemos definirla como el goce (la ganancia de satisfacción) ante el sufrimiento ajeno. Y apurémonos a decir que la crueldad es, nos guste o no, un componente posible del ser humano. Posible en tanto potencialidad: fue Ernesto Guevara el que dijo que es el sistema el que convierte al hombre en un lobo sediento de sangre —por ello Guevara abogaba por la construcción del  “hombre nuevo”, para un nuevo mundo sin injusticias evitables—. Extendiendo un poco el concepto podríamos decir que el mayor o menor monto de amor por el otro en una sociedad dada y en un determinado momento histórico va a depender del tipo de dispositivo sociocultural que funcione como sostén simbólico, promoviendo unas narrativas en lugar de otras.

Interludio uno

Escuché decir a Silvia Bleichmar en más de una ocasión que era necesario considerar el hecho de que jamás hubiese habido en Argentina un caso de justicia por mano propia contra los genocidas de la última dictadura. La observación no es menor, en absoluto. Significa muchas cosas, pero como mínimo significa que existe (o existió, al menos hasta hace poco) una base moral sólida en la sociedad junto a una confianza notable en las instituciones que la sostienen (entre ellas el Poder Judicial). La renuncia a la retaliación y a la siembra de odio es una profunda decisión política, civilizatoria, que requiere de una serie de requisitos construidos en conjunto y que, como toda renuncia —en el sentido freudiano del malestar en la cultura— implica una pérdida. Una pérdida que habilita una ganancia superior. La retaliación es una de las formas de la crueldad; la justicia es la superación civilizatoria del deseo de venganza. La presencia, la labor, la existencia misma de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo tiene mucho que ver con esa construcción social en la que vale más la justicia que la venganza; la reparación más que la violencia privada, individual.

Pero algo cambió en el subsuelo social. Un nuevo dispositivo sociocultural hizo posible que tuviera lugar un gravísimo intento de magnicidio contra Cristina Fernández. Ese revólver no hubiese podido existir jamás sin el antecedente del cambio mencionado. La aniquilación del adversario estaba vedada en la nueva democracia gracias a un entramado ético, narrativo, subjetivo, sociocultural, construido en conjunto y sostenido por el ideal de justicia.

El atentado —no por fallido menos trágico— trajo una noticia: ese artículo fundacional del contrato social del nuevo período post dictatorial había caducado. En septiembre de 2022 tomamos noticia de ello. No pongo en consideración aquí la valoración política de la figura de Cristina Fernández. Sólo dejo dicho que el intento de asesinato contra su persona plantea un antes y un después, una frontera inédita entre pasado y futuro, un cambio en la dirección de la aguja de la brújula política de la Argentina. Y agrego dos afirmaciones: una, que la trascendencia del atentado quedó minimizada, oculta, ninguneada, configurando una negligencia imperdonable desde el punto de vista político —y judicial: el camino que conducía a los responsables intelectuales cayó en vía muerta—; y dos, que la dirigencia del campo progresista volvió a mostrar su tozudo desinterés por el fenómeno que genéricamente podríamos llamar comunicación.

Palabras, metáforas, símbolos, que habilitan o inhabilitan. Resonancias que acogen o que exilian. Sonoridades que vehiculizan el amor por el otro o el odio y la violencia.

Interludio dos

Salteo cientos de muestras apodícticas de crueldad —como un Secretario de Medios afirmando que si la crisis lleva a algunos a alimentarse una sola vez al día eso no tendría por qué ser motivo de preocupación estatal en un contexto de ajuste— para llegar al actual vocero presidencial. Su desempeño merece una mirada atenta porque revela, sin disimulo, una política que utiliza la crueldad como instrumento. No como accidente, como lapsus que se manifiesta sin permiso ruborizando al emisor sino como instrumento elegido ex profeso

Las conferencias de prensa diarias ofrecidas desde Casa de Gobierno han pasado a formar parte, en poco tiempo, de la historia universal de la infamia. Las peores noticias se anuncian con beneplácito, con ironía y hasta con sorna. Miles quedan en la calle y esa tragedia humana es comunicada con obscena satisfacción. Se ordena cerrar la agencia de noticias estatal TELAM y el vocero postea en su cuenta de X “saluden a TELAM que se va…”. Se va con cientos de empleados y sus familias, motivo suficiente (en contextos pretéritos) para que una noticia de este tipo fuera presentada con prudencia y circunspección. Con mínimo pudor. Con disimulo.

Pero no. El deleite con el sufrimiento ajeno no es un exceso producto del entusiasmo, un efluvio incontrolable de la hipomanía triunfalista, el frenesí perverso del lobo sediento de sangre mientras devora a su presa: es el crocante de frutos secos acaramelados sobre el helado de frambuesas, el flambée au rhum del panqueque de dulce de leche. Es una estrategia comunicacional cuidadosamente seleccionada, un “permitido” antes inadmisible en la comunicación política.

Sufran, rueguen, ayunen, penen. Cuanto más dolor social, más regocijo oficial. Cuando Rodolfo Walsh hablaba de la miseria planificada no imaginaba este clímax perverso en la estética semántica estatal, que se encuentra en línea con lo que Rita Segato ha denominado la pedagogía de la crueldad.

La ternura, antónimo de la crueldad

Fernando Ulloa menciona tres fuentes de la ternura, otra de las potencialidades humanas: el abrigo, el alimento y el buen trato, que en conjunto serían una contra-pedagogía de la crueldad. Dice Ulloa en un seminario en 2005: “La civilización ha ido sofisticando los dispositivos socioculturales necesarios para el despliegue de la crueldad. Insistiré en que la crueldad siempre implica un dispositivo sociocultural: En esto hay una diferencia sustancial con la agresión, heredad instintiva del hombre. El instinto no es de por sí cruel. Está sujeto a la ley de la supervivencia y por eso puede llegar a ser feroz, pero no cruel”. De enorme importancia es la formulación siguiente: el núcleo central del “dispositivo de la crueldad”  configura lo que Ulloa denominó “una encerrona trágica”. “Esta encerrona cruel es una situación de dos lugares sin tercero de apelación —tercero de la ley—: sólo la víctima y el victimario. Hay multitud de encerronas de esta naturaleza, más allá de la atroz tortura. Ellas se configuran cada vez que alguien, para dejar de sufrir o para cubrir sus necesidades elementales de alimentos, de salud, de trabajo, etc., depende de algo o de alguien que lo maltrata sin que exista una terceridad que imponga la ley”. Y agrega: “Lo que predomina en la encerrona trágica no es la angustia, con todo lo terrible que esta puede llegar a ser; predomina algo más terrible aún  que la angustia: el dolor psíquico, aquel que no tiene salida, ninguna luz al final del túnel”.

A esta estrategia política podríamos denominarla “crueldad planificada”, parafraseando a Walsh, cuyo objeto es generar parálisis, dolor psíquico y pasividad. El enemigo de esta política es el lazo social, y esa es la razón por la que se lo ataca, barbarizándolo. El individualismo —potenciado por  la pandemia, cuyas profundas consecuencias aún no terminamos de incorporar en nuestro análisis— es el estado ideal para ser invadido por el rayo paralizante de la crueldad. La ausencia de terceridad (política, judicial, simbólica) completa la encerrona trágica de estas agotadoras y sufrientes semanas. El ajuste más horroroso de la historia económica del país entra así en escena con poca o nula resistencia.

Las tres fuentes de la ternura quedan suspendidas. Ni abrigo, ni alimento ni buen trato. Marginación, hambre y violencia (discursiva y de la otra). La terceridad que nos salvaría de la encerrona (la instancia portadora de la ley en su sentido más amplio y profundo) apenas existe, pálida y titilante, como una estrella lejana. Casi ausente.

Una propuesta a la política desde la Salud Mental

El campo progresista (por llamarlo de un modo genérico que incluya a todas sus variantes, incluyendo al campo nacional y popular que rechaza identificarse con ese significante) ha desdeñado sistemáticamente a la comunicación como instrumento político relevante y jerarquizado. Y esta tozuda desvalorización nos viene costando muy cara como sociedad.

Si se toma en forma literal la frase de Alfonsín de 1983 (“con la democracia se come, se cura, se educa”) se podrá pensar que lo único que se necesita para hacer política es comida, hospitales y escuelas. Y sin dudas eso es cierto. Pero ¿no se alimenta, se cura y se educa, también, con palabras? ¿No se construye futuro con palabras y metáforas? ¿Cómo se reconstruye el lazo social dañado —como parte central de la estrategia neoliberal— para un futuro diferente? ¿Cómo se interpela un dispositivo sociocultural que habilita la violencia y la crueldad para diseñar uno nuevo que instituya ternura y cuidados y solidaridad y compañía y hospitalidad? ¿Cómo se reinstala una terceridad institucional, simbólica y con potencia performativa, que funcione como camino alternativo a la encerrona trágica que plantea la crueldad planificada? ¿Cómo se reconstruye la esperanza, insumo humano básico sin el cual no se sale del aislamiento y el dolor psíquico producto de la anomia producida por la cultura individualista y violenta?

La respuesta no es una y no es simple. No alcanza con consignas de campaña, con focus groups ni con un ejército de publicitarios especialistas en redes sociales. Tampoco se puede sin proyecto político, sin plataforma, sin un plan económico-social, sin ideas concretas con perspectivas prácticas concretas. Pero ya no se puede hacer política con ideas de justicia y equidad dialogando con un sujeto político que en el mejor de los casos no quiere ya pensar y que en el peor de los casos ya no existe porque ha mutado y es otro.

La propuesta es simple y complejísima a la vez: se trata de volver a conocer a la “gente”, al “pueblo”, al votante, al sujeto político que se pretende interpelar. La mutación subjetiva ha sido contundente, y no se perciben esfuerzos suficientes para intentar comprenderla.

Un buen comienzo sería reconocer esta ignorancia como uno de los obstáculos iniciales a superar. Salir del atontamiento por la vía de la creatividad para construir  una nueva narrativa que, apoyada en un nuevo paradigma sociocultural, sea a la vez inteligible y acogedora para la creciente mayoría de los desplazados, desclasados, violentados y marginados de un sistema que ya ni se molesta en disimular su esencia violenta, su voracidad destructiva y cruel.

Y quienes trabajamos en y desde la Salud Mental no nos podemos limitar a la tarea de recibir a los peones dañados de un ajedrez perverso para devolverlos, emparchados, a la tortura de un sistema que los volverá a dañar. 

No hay sistema de salud justo en un contexto injusto.

No hay bienestar mental posible en un entorno violento, marginador y cruel.

La crueldad avanza. Para detenerla se necesita diseñar una nueva urdimbre simbólica que a la vez comprenda, proponga e incluya, es decir, que reinstale la utopía como horizonte.

Santiago Levin es médico psiquiatra por la U.B.A., docente en la Universidad Nacional Arturo Jauretche y médico del Hospital El Cruce de Florencio Varela. También es Presidente electo de la Asociación de Psiquiatras de América Latina (2024-2026) y autor de dos libros: “La psiquiatría en la encrucijada” (Eudeba, 2018) y “Volver a pensarnos” (Futurock, 2022). 

@santiago_levin