SALUD MENTAL EN LA CÁRCEL

En contexto de encierro

FOTOGRAFÍA: PATRICK HAAR

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La violencia es un problema de salud, un problema de salud mental, escribe Bruna Díaz. Y la violencia en las cárceles argentinas pareciera ser el factor común que afecta la salud mental de aquellas personas que conviven entre sus muros. Cómo se construye, cuáles son sus mecanismos de funcionamiento y qué se puede hacer desde la perspectiva de la salud mental son algunas de las incógnitas que atraviesan a este artículo.

Según datos oficiales a fines de 2016, en Argentina, había 76.261 personas privadas de su libertad en cárceles federales y provinciales y 56.111 agentes trabajaban en establecimientos penitenciarios.

Las personas privadas de la libertad presentan más factores de riesgo para desarrollar enfermedades que la población general, presentando por ejemplo mayor prevalencia de VIH y de tuberculosis. La mayor exposición afecta del mismo modo a los agentes penitenciarios.

En cuanto a la salud mental, los factores de riesgo también resultan mayores. Desde una visión integral, con foco en el sufrimiento psíquico más en que las enfermedades mentales. En nuestro país, la gran mayoría de los internos están detenidos por delitos contra la propiedad o delitos relacionados con las drogas. En gran parte se trata de hombres jóvenes que provienen de barrios en situación de vulnerabilidad y no han tenido acceso a derechos elementales. En las cárceles el modelo de tratamiento rehabilitador se sostiene en ideales normalizadores, que suponen un sujeto al que hay que corregir para luego reintegrarlo a la sociedad. Entiende el delito como una problemática individual, con unas causas medianamente identificables. Este enfoque pone el acento en la persona que delinque, desconociendo la incidencia de factores sociales. Más allá de que podamos disentir ética o epistemológicamente con estos planteos, resulta indiscutible que los resultados obtenidos históricamente son muy pobres.

Salud mental

Nuestro país cuenta con una Ley Nacional de Salud Mental, con amplio reconocimiento internacional, que define a la salud mental como un proceso multideterminado, dinámico y complejo y considera que su preservación y mejoramiento tiene que ver con una construcción social y con la concreción de derechos humanos y sociales. Es decir, que entiende que la salud mental no es una variable propia de cada individuo, sino que se encuentra entramada con las condiciones y los modos de vivir de una sociedad. Desde esta perspectiva, podemos pensar que una sociedad más justa e inclusiva favorece la salud mental de las personas que la conforman. En cambio, los miembros de una sociedad individualista, poco solidaria, con un Estado que no reconoce los derechos de sus ciudadanos, tendrán mayores indicadores de sufrimiento mental.

En la cárcel resulta evidente que el contexto se entrama con el sufrimiento psíquico de quienes la habitan.

La salud mental no es una variable propia de cada individuo, sino que se encuentra entramada con las condiciones y los modos de vivir de una sociedad.

 

Contextos de encierro

Partiendo de la definición que nos da la ley, es necesario señalar algunos elementos de la cárcel que inciden en la salud mental. Tomaremos como guía el concepto de institución total de Goffman, definida como un lugar donde muchos individuos viven durante un tiempo considerable aislados del resto de la sociedad, compartiendo en su encierro una rutina diaria formalmente administrada. Entran en esta categoría cárceles, manicomios, conventos, internados. Cada una de ellas organiza un mundo de valores y hábitos que la caracteriza, una cultura particular.

Lo primero a destacar es el aislamiento del resto de la sociedad. El interno vive, trabaja, come, duerme, en el mismo lugar, con los mismos compañeros y bajo la misma autoridad. La vida está enteramente regida por la institución. En la cárcel todo está teñido por la cárcel. Incluso durante las visitas, la cárcel gestiona a la familia con reglas y horarios. Hasta la sexualidad es gestionada a través del régimen de visitas íntimas.

Todo lo que los internos hacen es planificado y supervisado por la autoridad en función de un plan que es el de resocializar a los delincuentes. El uso del tiempo y del espacio está ordenado por la autoridad. Se impone un ritmo: levantarse a tal hora, comer, trabajar, estudiar, recibir visitas y dormir. Se propicia que todos sigan esta rutina al mismo ritmo y que todos los individuos sean iguales. Los internos están obligados a convivir con otros, y a comportarse como iguales, cuidándose de hacer algo diferente que sería sancionado como violación a la norma. César González estuvo detenido entre sus 16 y 21 años. Dice que era “un violento” y que algo le pasó y se descubrió poeta. Que nadie en la cárcel aceptaba que dijera que era un poeta. Se esperaba que fuera un preso y nada más.

La vigilancia y el refuerzo de la distancia entre el personal y los internos (médicos-pacientes, agentes-presos) es una constante.

Al ingreso, se sustraen las cosas de la persona -su ropa, sus documentos-. Se revisan su cuerpo y sus pertenencias. La institución invade la intimidad del ingresante, fundamentando estas medidas en la seguridad o la higiene. El ingresante pierde sus referencias, sus insignias, los elementos que definían a su yo en el mundo exterior. Una vez un detenido que recién llegaba de una comisaría, dijo que hacía cuatro días que no se lavaba los dientes. Cuando lo dijo, se puso a llorar -“Yo no soy así, esto no tiene nada que ver conmigo”. Estas cosas influyen en la relación de las personas consigo mismas. Cuando se borran los rasgos que definían la identidad de uno, uno empieza a pensarse a sí mismo de otra manera.

Una vez adentro, cambian las cosas más comunes de todos los días. Para todo hay que pedir permiso. Tener una maquinita de afeitar o un encendedor puede parecerle al lector una nimiedad. Para un interno puede ser una cosa importantísima, algo que hay que pedir, reclamar, esperar que te den. Algunos no pueden parar de pedir cosas, quedando expuestos a la degradación y a la humillación. Otros se lastiman para conseguirlas. Los de afuera pensamos ¿cómo puede ser que alguien se corte el brazo porque quiere hablar por teléfono? Para los que nos hacemos esa pregunta, una llamada vale menos que un brazo. Pero eso no es así para todos.

Existe un sistema de reglas formales que establecen lo permitido y lo prohibido. Pero además hay un sistema de reglamentaciones informales, difusas y cambiantes. Un detenido contaba que en su primer día, otros internos le mostraron dónde estaba el teléfono y le dieron una tarjeta para hablar… Y cuando tomó el teléfono lo molieron a palos. Según una regla no escrita, el turno para el teléfono hay que ganárselo. Y he ahí otra cosa fundamental: Todos pueden castigarte. El jefe de turno, el celador y un interno más viejo también. Eso genera grandes cantidades de ansiedad y temor a los recién llegados. Sobre todo porque uno no sabe bien por qué actos puede ser castigado y tampoco de qué se trata el castigo. Se vive en la ignorancia y la incertidumbre.

En relación al cumplimiento de las reglas funciona un sistema de privilegios. Y de acuerdo al acceso diferencial a los privilegios, se va organizando la estructura social entre los internos.

Todo esto construye modos de ser. Los internos cambian la cultura que traían por la cultura institucional. Algunos detenidos explican que vivir en la cárcel te cambia la cabeza y que después no sabés cómo vivir afuera. Entienden muy bien cómo las condiciones de vida que produce la cárcel atentan contra el fin explícito de la resocialización.

La tesis de Goffman es que el objetivo real de estos mecanismos es generar sujetos obedientes. No es por la higiene ni por la seguridad, sino para conseguir la cooperación de los internos. Si bien todas las instituciones totales tienen un fin explícito (curar, resocializar, etc), algo en ellas empuja a que finalmente solo se trate de generar sujetos obedientes: Buenos pacientes, buenos presos. Se trata de hacer que la gente obedezca, aunque no se sepa bien para qué.

¿Qué diferencia a la cárcel de otras instituciones totales? Simplificando muchísimo, digamos que la cárcel es donde están quienes cometieron un delito. Un paréntesis necesario: Los actos que se consideran delitos han ido cambiando en distintas épocas y lugares. Hoy en nuestra sociedad el homicidio es considerado uno de los peores delitos. Sin embargo, durante mucho tiempo y hasta no hace tanto, la gente se batía a duelo, se mataban entre vecinos sin que nadie considerase que había que hacer algo al respecto. Digamos que lo que se considera delito tiene que ver con los valores que defiende una sociedad.

Un breve recorrido histórico que atienda a las funciones sociales que la prisión ha cumplido, muestra que en sus orígenes, las prisiones solo cumplían funciones de custodia y castigo. Las funciones de rehabilitación, resocialización, reinserción que hoy se le asignan, fueron agregadas mucho tiempo después de que la cárcel existiera. Más o menos por entonces se cruzaron el campo jurídico y los discursos psi, con un discurso de normalización. Normalizar quiere decir definir quiénes son los “anormales” y tratar de que sean normales. Este discurso, implica entonces, además de la definición (arbitraria) de a quiénes hay que corregir, unas técnicas y unas prácticas que buscan rehabilitar a los delincuentes. Los niveles de reincidencia en todos los países del mundo muestran que la cárcel no rehabilita. Nuestro sistema actual pretende ignorar que la cárcel está diseñada para generar sufrimiento a modo de castigo. Y se silencia el hecho de que no se trata solo que la cárcel no rehabilita, no resocializa, no reeduca, sino que además genera violencia.

Pensamos que la violencia es un problema de salud, un problema de salud mental. Y que debemos tratar de comprender sus mecanismos, cómo funciona, qué la favorece, qué la disminuye.

Violencias

¿Por qué suceden con tanta frecuencia hechos de violencia en las cárceles? Violencia de los detenidos y violencia de los agentes.

En «Sobre la violencia, seis reflexiones marginales» Zizek plantea que el horror frente al acto violento y la compasión frente a las víctimas nos impiden pensar. Entonces propone un análisis desapasionado de la violencia, para entender lo que pasa, para evaluar los elementos que facilitan que pase. Diferencia la violencia subjetiva y la violencia sistémica. La violencia subjetiva es la que se encarna en una persona, la que se ve e indigna a «la gente». La sistémica no se ve, es la del sistema económico-político que está normalizado: Lo normal es que tengamos cárceles, que haya miles de personas allí encerradas y otras miles de personas custodiándolas. Eso nos parece normal y nunca notamos la violencia que ese mismo hecho implica. Sobre ese fondo de normalidad, cuando alguien protagoniza un hecho violento, se percibe eso como el aumento de la violencia (subjetiva). Entonces solo se habla de las personas y no de las condiciones estructurales que sostienen la violencia.

Pensar que la violencia sucede porque hay personas violentas es fácil y tranquilizador. Lo denunciamos, lo trasladamos, lo sumariamos. Pero al instante vemos que el siguiente hace lo mismo o cosas parecidas. Y así funciona desde hace siglos. Hay que complejizar el tema, pensar los resortes que hacen que todo funcione mal. O que funcione de ese modo. Si la violencia no para de repetirse, debe ser porque es algo más profundo, un fenómeno que concierne a la institución como tal, que está como grabado en el funcionamiento institucional. No es que se usa a la institución para dar rienda suelta a la patología perversa individual, es más bien algo que la institución necesita para reproducirse. Entonces hay que investigar a la institución y los mecanismos por los que crea las condiciones para que se cometan esos hechos. Una de las condiciones es la invisibilidad de lo que pasa adentro, otra es la organización vertical y cierto modo de división del trabajo.

El cambio

En el marco de las políticas públicas de inclusión impulsadas por el Gobierno Nacional entre 2003 y 2015, la protección de los derechos de las personas privadas de su libertad resultó ser un eje central. Entre otras acciones, se destaca el pasaje a una conducción civil, la creación de una Licenciatura que incluyó a una universidad nacional en la formación de los oficiales, la inauguración del Complejo Penitenciario de Güemes, la inclusión del 75,7% de la población en la educación formal, y del 70% en actividades laborales con capacitación, certificación oficial y el Salario Mínimo, Vital y Móvil garantizado, el cierre de las denunciadas unidades psiquiátricas del SPF, la creación del Programa Interministerial de Salud Mental Argentino para atender a la población con padecimientos mentales severos, la creación del Programa de Salud en Contextos de Encierro con el fin de implementar las políticas sanitarias del Ministerio de Salud en los establecimientos carcelarios, la creación de una Diplomatura en Salud Penitenciaria para la capacitación permanente de los agentes de salud de las cárceles.

A partir del 10 de diciembre de 2015, la política penitenciaria también ha modificado el rumbo. El Estado nacional ha declarado la emergencia en seguridad, ha declarado la guerra contra el narcotráfico, armando puestas en escena para detener jóvenes de los barrios pobres y/o manifestantes en diversas marchas. Volvimos a tener presos políticos. Después de mucho tiempo, las cárceles federales vuelven a tener sobrepoblación. Las proyecciones asumen que esto va a empeorar. Y la sobrepoblación genera violencia: Más personas, con la misma cantidad de espacio y de recursos. Imagine el lector los resultados.

Miembros del gobierno actual, han promovido una reforma de la Ley de Ejecución Penal que establece que las personas que cometieron una gran lista de delitos no pueden acceder a libertades anticipadas. Además de profundizar el problema de sobrepoblación, esta medida rompe la lógica del sistema: Nuestro régimen penitenciario se basa en el principio de progresividad, en el pasaje desde instituciones penales cerradas hacia regímenes cada vez más abiertos. La promoción a través de las distintas fases se fundamenta en las calificaciones de conducta y concepto. Entre otras cosas, esto implica la posibilidad de hacer algo para acceder más rápido a la libertad. Hacer conducta, dicen los internos. Y los penitenciarios dicen que hace que la cárcel sea más gobernable. Más allá de que haya quienes entiendan esto como un premio, se comprende los efectos que tiene en la salud mental: es beneficioso que las personas busquen hacer las cosas bien para poder irse antes, que les importe, que se cuiden. Si la fecha de salida es inamovible, si no importa lo que uno haga, si uno no puede hacer nada para modificar su situación, ¿qué motivación habría para hacer las cosas bien en un lugar donde todo está armado para que hagas las cosas mal? Un gran sanitarista nos dijo que la salud es la lucha por resolver conflictos, por cambiar las condiciones en las que vivimos. A gran parte de los condenados, se les quita esta posibilidad.

Nadie tiene como destino su pasado

La cárcel necesariamente produce dolor y sufrimiento psíquico. Debemos pensar otros modos posibles de habitarla, para los detenidos y para los trabajadores. Debemos pensar cómo hacer de estos, lugares en los que se pueda vivir. Todas las acciones que pretendan hacer de la cárcel un lugar más vivible y garantizar los derechos de las personas pueden considerarse acciones que apuntan a la salud mental.

Si hay algo que pueda hacerse en la cárcel y se acerque a la salud mental, no se trata de brindar un tratamiento, sino de ampliar la posibilidad de elección de un proyecto de vida diferente para cada detenido. No se trata de curar, de educar o de corregir, sino de fortalecer sus capacidades y potencialidades. Para ello es preciso garantizar el acceso a la educación, al trabajo, a la salud, a la cultura, al deporte. Los fines y objetivos de las políticas educativas, laborales, sanitarias, culturales, deportivas en contextos de encierro no deben diferir de los fijados para la población general, pero sí deben establecerse medidas particulares para garantizar el acceso. Ninguna de esas líneas constituye un tratamiento específico del delito, sino que todas buscan ampliar el campo de posibilidades de cada uno en distintos ámbitos de la vida.

 

· Bruna Díaz ·

Licenciada en Psicología, ex residente y jefa de residentes del GCABA. Trabaja en el campo penitenciario desde 2011; participó de múltiples programas y proyectos gubernamentales dirigidos al cuidado y atención de la salud de personas privadas de la libertad.

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