El desquicio

El Grito (después de Munch). 1984/84. Andy Warhol.

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Las palabras, 

esas recayentes deplorables.

J. Cortázar

1. Hamlet era argentino

“El mundo está fuera de quicio” (The time is out of joint) dice Hamlet al final del primer acto de la tragedia de Shakespeare. La frase ha sido analizada y citada innumerables veces, por su potencia, su polisemia y por su sorprendente perdurabilidad: echamos mano de ella cuando advertimos que a nuestro alrededor el mundo ha enloquecido y por momentos se torna irreconocible. Y si ha enloquecido el mundo, ¿lo hemos hecho también nosotros? 

Hamlet pronuncia estas palabras en medio del descalabro que lo rodea y lo desconcierta y su sentimiento es el de querer borrarse, abandonar su presente, dejar de ser. Adelanto lo que diré al final de este breve texto: abandonar nuestro presente es lo último de debiéramos hacer en este preciso momento histórico que nos toca, pero es menester ubicar y caracterizar bien esa fuerza que nos impulsa a borrarnos de la escena y a meternos hacia adentro como un caracol mitad melancólico y mitad hedonista —suponiendo que ambas sean diferentes y no las dos caras de una sola y misma cosa—.

Al parecer este sentimiento es común a todas las generaciones: tendemos a pensar que nos tocó la época equivocada, el momento menos propicio para la felicidad, la bisagra histórica entre un pasado que huye y un futuro que nunca llega. Es cierto que hay épocas mejores que otras —el concepto es, por supuesto, más que debatible—, pero también lo es que por la propia lógica de la historia, que muchas veces se parece a un drama shakesperiano, en ocasiones nos sentimos como Hamlet.

Y en Argentina, año 2024, esta es una sensación palpable. El tiempo está fuera de quicio. La lógica de los acontecimientos cotidianos —permítaseme la expresión vulgar pero irremplazable— se ha ido al carajo. Se escuchan barbaridades proferidas sin filtro alguno y no sucede a continuación lo esperable: la sana indignación. Se suelta una piedra y cae para arriba; el pato le tira a la escopeta.

“Si no pueden comer que se mueran de hambre” es, tal vez, el ejemplo más patente a disposición, en todo punto similar al “que se mueran los que se tengan que morir” de Bolsonaro en los inicios de la pandemia de coronavirus, allá por el lejanísimo 2020.

En 1932 Enrique Cadícamo escribía la letra del tango “Al mundo le falta un tornillo”, y Eduardo Rinesi ha dicho, con acierto, que esa podría ser la traducción al castellano rioplatense de la célebre frase del príncipe de Dinamarca. Repase el lector o la lectora la letra de ese tango escrito casi un siglo atrás y se advertirá su vigencia.

El desquicio no es un invento del siglo XXI. La crueldad tampoco. Ni la maldad, ni la violencia, ni la miseria producto de políticas de exclusión.

Ni la sensación de estar en un tiempo irreconocible.

Ni la locura. 

2. ¿Milei está loco?

Nos vienen haciendo, desde hace meses, esta pregunta a los profesionales de la Salud Mental. Hasta este preciso momento me he negado a expedirme públicamente, e incluso —ante el pedido explícito— he aconsejado no meterse por esa calle como argumento político durante la campaña electoral del año pasado.

Intentaré en este apartado clarificar mi posición al respecto. Como médico psiquiatra que dedica parte de su tiempo a la comunicación y la divulgación, creo que ha llegado la hora de decir algunas cosas sobre este asunto.

Punto uno. Todos los profesionales de la Salud Mental venimos dando una agotadora —y desigual— batalla en contra de la discriminación a la que se somete a las personas que padecen de desórdenes mentales. En un mundo en el que la diferencia se castiga en lugar de amarse, padecer un trastorno mental es doblemente duro: hay que cargar con ese dolor agregado, agudo o crónico, y  soportar además el estigma que casi invariablemente conlleva. Por si hiciera falta, y según parece lo hace, recordamos aquí que las personas que padecen algún trastorno mental poseen los mismos derechos civiles que las que (en ese momento) no lo padecen, y esto incluye el derecho constitucional a elegir y a ser elegidos como representantes del pueblo. Jamás podríamos los psiquiatras y los psicólogos contribuir a la descalificación de una persona por motivos de su salud mental, motivos que por lo demás sólo podrían enunciarse en un modo potencial e hipotético.

Punto dos. El trabajo del profesional psi está invariable, irremediable e insoslayablemente guiado por una ética. Por ello casi todos nos negamos a salir en público a hablar acerca de la locura de una persona en particular —pedido frecuente desde las producciones periodísticas—. Si el aludido es paciente de uno, es absolutamente imposible violar el secreto profesional; si no lo es, es absolutamente imposible expedirse sobre lo que no se conoce en detalle. Cualquier juicio sobre la salud mental de un individuo sería, como mínimo, una invasión irresponsable a su intimidad, y para peor sin dos de los elementos indispensables para hablar de diagnóstico: el conocimiento personalizado, pormenorizado, y el consentimiento de quien consulta. Sólo podemos hablar de salud mental en términos generales, ayudando a comprender y contribuyendo al pensamiento crítico y a la no discriminación.

Punto tres. Siempre sostuve —aquí sí públicamente— que el problema con Milei no es su supuesta locura sino la de las políticas que implementa. ¿Habla con perros muertos? Me tiene sin cuidado. ¿Tiene una relación muy cercana e intensa con su hermana? No es tema opinable en ningún momento y bajo ninguna circunstancia. La historia, oficial y extraoficial, es profusa en noticias inquietantes sobre la salud mental de los gobernantes, y esto desde la antigüedad. Secretos de palacio que divulgan fuentes anónimas, y con frecuencia estas especies se divulgan desde sectores interesados en dañar. Ciertas o falsas —en todo caso incomprobables— nunca se comparten con intención de acudir en ayuda del gobernante sino de perjudicarlo.

La tenga o no la tenga, no es la locura de Milei lo que nos está arrastrando al fango sino las políticas que implementa, que no tienen nada de locas en el sentido psiquiátrico sino en el sentido del principio básico de tender al bien común que debería animar a la política en su conjunto. Un político que perjudica al pueblo de un modo explícito y ex profeso —no por error o falla en el cálculo— no es un loco sino un irresponsable.

El camino no es, definitivamente, el juicio psiquiátrico. 

Y desde el punto de vista estrictamente político, y a pesar de la responsabilidad legal e histórica que le compete como presidente, Milei parece más bien la comparsa que entretiene la atención del público. Mientras nos distraemos en discusiones sobre saludes mentales, los que realmente saben lo que hacen continúan destruyendo las laboriosas conquistas sociales de un modo sistemático y sin, hasta ahora, nadie que los frene. Para decirlo en castellano: quienes redactaron el mega DNU y la Ley Bases no tienen una pizca de locura. 

Cada minuto perdido discutiendo lo accesorio es tiempo político perdido en la construcción de una alternativa posible.

3. Palabras, palabras, ¿solo palabras?

Lo hemos dicho muchas veces y lo hemos dicho muchos: la política debería volver a interesarse por las palabras, las metáforas y las narrativas. Nunca tan urgente como hoy, en este presente shakesperiano e intolerable.

Lo hemos explicado y fundamentado hasta el cansancio y no parece haber oídos dispuestos a escucharlo. Se nos dice que los intelectuales —permítaseme, sólo esta vez, incluirme en esa categoría que no merezco— insistimos con zonceras académicas de poca utilidad política.

Error trágico de la política. Error que debe enmendarse con apremio.

La violencia discursiva que hoy se sostiene desde el poder—violencia que hemos consignado en otros escritos anteriores— genera sufrimiento y muerte. Cuando la política oficial “baja” un discurso de odio, violencia y muerte el efecto performativo no se hace esperar.

Aporto solo tres ejemplos del orden de lo siniestro, pero son innumerables. 

Uno: cuatro jóvenes, que luego se identificaron como libertarios, salen con un auto sin patentes a disparar con un rifle de aire comprimido a personas en situación de calle. Todo esto en el coqueto y bien vigilado barrio porteño de Belgrano. La noticia pasó, sorprendentemente, por debajo del radar de casi todos los medios periodísticos y no obtuvo la atención pública ni el repudio que merece. 

Dos: el incalificable crimen lesbofóbico cometido en barrio de Barracas en el que cuatro mujeres lesbianas fueron quemadas mientras dormían. Tres murieron. La sobreviviente tiene lesiones que no superará jamás.

Tres (y esto va para las palabras “si no pueden comer que se mueran de hambre”): tanto aumentó el pedido de entrar al basurero municipal de José León Suárez, provincia de Buenos Aires, en búsqueda de restos de comida, que el municipio debió comenzar a dar turnos: turnos para revolver basura. Repito: turnos para revolver basura.

Palabras mortíferas que se convierten en muerte.

Imposible no relacionar estas atrocidades con el discurso oficial.

Teléfono para los políticos progresistas.

4. Corolario mínimo

No debemos abandonar nuestro presente. No debemos huir hacia adelante con optimismos voluntaristas (“el pueblo siempre encuentra su camino”). No debemos entregarnos a la violencia como la presa agotada que decide dejar de resistir ni como respuesta defensiva en espejo. No debemos tampoco refugiarnos en la intimidad hedonista, comprensible movimiento libidinal en momentos desquiciados en los que la supervivencia —material y subjetiva— está en juego y el dolor nos paraliza.

Lo más útil y sensato que puedo decir hoy por hoy como modesta contribución de un médico psiquiatra aquejado de “dolor país” (la expresión pertenece a Silvia Bleichmar) es esto: la salida del desquicio es política. 

La salida es política.

La salida es política.

Santiago Levin es médico psiquiatra por la U.B.A., docente en la Universidad Nacional Arturo Jauretche y médico del Hospital El Cruce de Florencio Varela. También es Presidente electo de la Asociación de Psiquiatras de América Latina (2024-2026) y autor de dos libros: “La psiquiatría en la encrucijada” (Eudeba, 2018) y “Volver a pensarnos” (Futurock, 2022). 

@santiago_levin