INTERESES POLÍTICOS Y SALUD DE LA POBLACIÓN

Tres mapas

  • Twitter
  • Facebook

Existe una relación entre el cultivo de soja en nuestro país, el voto a la alianza Cambiemos y la salud de la población. El modelo sojero, que domina actualmente en el sector de la agroindustria, es altamente cuestionado y responsable de agravar la situación sanitaria de las poblaciones circundantes a los cultivos y de la población en general, cada vez más vulnerable frente a los intereses económicos y políticos de quienes nos gobiernan.

Actualmente existen suficientes indicios como para establecer vínculos entre la situación sanitaria, la soja y los distritos en los que el macrismo obtuvo un porcentaje importante de los votos en las elecciones de 2015. El mapa de la superficie sembrada de soja y el de los votantes de Cambiemos se superponen. Esta coincidencia se venía vislumbrando desde hace tiempo pero, en el presente, terminó siendo inocultable. El fenómeno fue advertido también por algunos periodistas, entre los que se destaca José Natanson que en 2017 publicó una nota en Le Monde Diplomatique donde presentaba los respectivos mapas. A mayor superficie sembrada con soja, mayor porcentaje de votos para la alianza Cambiemos. Los mapas podrían intercambiarse sin que el engaño fuera descubierto.

La explicación debe buscarse en las formas que adquirió el modelo de producción rural que comenzó en la década de 1960 y que fue determinando cambios profundos en las sociedades del interior. Este modelo de agricultura se expandió aún más en la década de 1990, coincidiendo con las políticas neoliberales y con la consolidación del paquete tecnológico de soja transgénica-glifosato impulsado por Monsanto, que condujo a la producción en gran escala de este monocultivo, producción que está orientada al mercado exterior básicamente como forraje. Esto llevó a una notable reducción en la cantidad de establecimientos agropecuarios, a una disminución del recurso humano en el sector y a la urbanización creciente de las poblaciones del interior. Se dice, sin error, que se trata de una «agricultura sin agricultores» en el que nuevas instituciones (AACREA, AAPRESID) reemplazan a las tradicionales organizaciones del sector rural (cooperativas, SRA), promocionando las bondades de las nuevas tecnologías. El nuevo esquema no mide costos sociales y, menos aún, los impactos en los recursos naturales, la biodiversidad y en la salud de las poblaciones.

A mayor superficie sembrada con soja, mayor porcentaje de votos para la alianza Cambiemos.

 

La concentración de tierras, con su resultado de disminución de las explotaciones agrícolas, trae como consecuencia el aumento de la pobreza y la precarización laboral. El último Censo Nacional Agropecuario realizado en 2008 registró 276.581 explotaciones agropecuarias en el país. En el censo de 2002 eran 333.532 y en el de 1988, 421.221. Esto significa que hubo una reducción del 34% de las explotaciones agropecuarias en veinte años, precisamente los años de expansión del modelo sojero. En la década del ‘90, el ingeniero Ingaramo, que era parte del equipo de Domingo Cavallo, decía que «en la Argentina deben desaparecer 200.000 productores agropecuarios por ineficientes». Esta reducción de establecimientos rurales se visibiliza también en la disminución de residentes en los campos y en el número de trabajadores permanentes en esas explotaciones.

En el período intercensal 2001-2010, la población rural se redujo 7,4% en el país y 22,2% en el interior de la provincia de Buenos Aires. En los datos censales puede verse que las provincias en las que más disminuyó la población rural son aquellas en las que la expansión de la soja fue más rápida y agresiva (Chaco 18,6%, Entre Ríos 13,0%).

El modelo se fue consolidando a partir de los argumentos de académicos, empresarios y periodistas. Un modelo que con la pátina de la innovación tecnológica tomaba distancia del viejo campo, generando un nuevo paradigma agrario, hegemónico, que lucía innovador y -como la revolución verde- capaz de resolver el hambre del mundo. Desde nuestro país se expandió a toda Latinoamérica, ampliando cada vez más su escala. La complejidad del articulado entre tecnología, ciencia, moral, política productiva y marketing resultó en un modelo hegemónico de agronegocios; el libro «Radiografía del nuevo campo argentino», de Gras y Hernández, da cuenta de este proceso.

El resultado son nuevas sociedades que ocupan el cada vez más extenso territorio de la llamada «zona núcleo». La mayoría de las encuestas dan cuenta de que las cuestiones de clase y la edad indican quiénes son los votantes de la alianza Cambiemos. Pero también resulta evidente, al observar los mapas que ilustran el porcentaje de los votos de Cambiemos, que la soja y el macrismo se llevan bien.

Además de hacer visibles a los verdaderos actores del «nuevo campo», el lockout patronal en 2008 dejó claro que este modelo productivo no produce alimentos. Cualquier pueblo del interior se vio desabastecido de alimentos básicos, cuando en teoría es en esos territorios donde se producen. Antes, la crisis del 2001 había mostrado que ese campo solo podía ofrecer la “soja solidaria”, mientras agrupaciones de nutricionistas y diversas ONGs salían a alertar sobre los riesgos del consumo de soja en niños y las limitaciones en los adultos. Producir forrajes no es producir alimentos y no hace falta señalar que la soberanía alimentaria es un requisito fundamental para cualquier proyecto inclusivo.

También este modelo de producción pone de manifiesto la necesidad de la investigación y de la ciencia propias como herramientas para la construcción de una patria más justa. La mayor parte de la información científica en la que se basan estos «avances tecnológicos» es aportada por las mismas corporaciones multinacionales que producen los agrotóxicos y las semillas modificadas genéticamente. Cerca de cuatrocientos millones de litros de agroquímicos en veinte millones de hectáreas no pueden ser inocuos, de la misma forma que tampoco es neutral el concepto que se difunde desde laboratorios, empresas y medios especializados acerca de que, la misma ciencia y tecnología que produce los daños, será capaz de repararlos.

El reciente fallo que condena a Monsanto en Estados Unidos, en el caso conocido como Dewayne Johnson v. Monsanto Company, concluye que el Roundup (nombre comercial del glifosato) produjo cáncer al demandante, pero que además, Monsanto es responsable de ocultar durante décadas la toxicidad del producto. El fallo considera que esta empresa (ahora propiedad de Bayer) “defendió datos falsos y atacó estudios legítimos” con «campañas prolongadas de desinformación” para convencer a las agencias gubernamentales, agricultores y consumidores de que el Roundup era seguro».

El Tribunal Internacional Monsanto, que se reunió en La Haya en octubre de 2016, ya había concluido que la empresa tenía conductas reprochables: «intimidación, desacreditación de investigación científica cuando se formulan preguntas serias sobre la protección del ambiente y salud pública, soborno de reportes de investigación falsos y presión sobre gobiernos están transgrediendo la libertad indispensable para la investigación científica. Este abuso es exacerbado por la exposición a riesgos de salud y ambientales, lo cual priva a la sociedad de la posibilidad de salvaguardar derechos fundamentales». El tribunal concluyó que «si el crimen de ecocidio fuera reconocido en la legislación penal internacional, las actividades de Monsanto posiblemente podrían constituir un crimen de ecocidio».

La mayor parte de la información científica en la que se basan estos «avances tecnológicos» es aportada por las mismas corporaciones multinacionales que producen los agrotóxicos y las semillas modificadas genéticamente.

 

La soberanía en la investigación también resulta indispensable, y de aquí surge el tercer mapa que debemos incluir en nuestro análisis: el que señala la mortalidad por cáncer. Existen numerosos trabajos realizados por investigadores argentinos que revelan la vinculación de los agrotóxicos con las altas frecuencias de cáncer en territorios del interior.

Uno de ellos es el estudio multicéntrico que fue coordinado por María Pilar Díaz, «Valoración de la exposición a plaguicidas en cultivos extensivos de la argentina y su potencial impacto sobre la salud» (Becas Carrillo-Oñativia 2014, Comisión Nacional Salud Investiga, Ministerio de Salud de la Nación). Este trabajo describe la distribución espacial de la exposición a plaguicidas en Argentina y su asociación con indicadores de carga de cáncer, aporta índices incorporando prácticas laborales y de vida y los valida con biomarcadores evaluando también la salud de sujetos laboralmente expuestos y sus familias. Los investigadores elaboraron dos índices: de exposición a plaguicidas -IEP- y de impacto ambiental total -IIAT-, encontrando que el área pampeana agrupa IEP mayores al promedio nacional y que en esta zona los mayores IIAT fueron para el 2,4-D y el clorpirifos. También hallaron que la cipermetrina y el clorpirifos se asocian con más mortalidad de cáncer de mama, mientras que el glifosato y el clorimuron con la tasa de cáncer total en varones. El trabajo merece una lectura detenida, pero los mapas en los que se muestran la distribución de estos indicadores y los de mortalidad por cáncer dan cuenta con elocuencia de estas asociaciones.

En 2013 la Defensoría del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires presentó un informe que incorporaba un «índice de agresividad agrícola» y reflejaba la combinación de los cultivos predominantes y la tecnología empleada en cada distrito de la provincia. Lógicamente, en aquellas regiones en las que predominan cultivos en los que se utilizan mayor cantidad de agroquímicos y/o de mayor toxicidad, el impacto potencial de los agroquímicos es mayor. La Red Universitaria de Ambiente y Salud (REDUAS) comparó la distribución del índice de agresividad agrícola con la mortalidad por cáncer según regiones sanitarias. Una vez más, los mapas podrían intercambiarse.

Existen numerosos trabajos realizados por investigadores argentinos que revelan la vinculación de los agrotóxicos con las altas frecuencias de cáncer en territorios del interior.

 

Sabemos que las commodities permitieron que, en la década pasada, el Estado redistribuyera los derechos de exportación a través de inversión social. Pero existe una trampa en el vínculo indisoluble entre exportaciones, soja y glifosato: sin soja no hay exportaciones y sin glifosato no hay soja. Los temas asociados al sistema de la agricultura industrial y los agronegocios son muchos si pensamos en la reclasificación publicada por la OMS del glifosato como cancerígeno, los enormes impactos sobre la biodiversidad, los feedlots como otra innovación productiva, el extractivismo invisible de agua y suelos que se exportan junto con la soja, la colaboración de los monocultivos en el calentamiento global, la siembra directa y el desmonte como causa de inundaciones; el listado podría continuar.

Pero volvamos al inicio. Hay tres mapas que se superponen: el del cáncer, el de la superficie sembrada con soja y el de los distritos donde ganó el macrismo. Resulta claro que la soberanía alimentaria, económica, política y sanitaria dependen de que empecemos a debatir la necesidad de modificar las formas de producción agropecuaria.  

 

· Jorge E. Herce Heubert · 

Es médico generalista magíster en Salud Pública. Fue secretario de Salud de Gral. Viamonte. Actualmente es docente de la Carrera de Enfermería (ISFDT Nº60 de Los Toldos) y se desempeña en el área de Neonatología del Hospital Piñeyro-Junín y en el CAPS Juan XXIII- Los Toldos. Es Secretario de la Asociación por la Salud Colectiva (Los Toldos).