Habiendo estudiado la Carrera de Medicina en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en la década de los setenta, mi formación profesional fue incompleta en el terreno sociocultural, excepto por algunas asignaturas dedicadas a las humanidades médicas: Historia de la Medicina y Medicina Humanística. Por supuesto, no se mencionaba la existencia de los pueblos originarios del país, ni la presencia de curadores en el ámbito doméstico (las madres de familia) y comunitario (curanderos, parteras, yerbateros), ni tampoco los recursos curativos herbolarios, y aún menos, las enfermedades ampliamente reconocidas en la medicina popular como el mal de ojo, el empacho, el susto, malos vientos y otras.
La enseñanza era exclusivamente “científica”, sin contaminación de saberes diferentes a las nociones académicas occidentales provenientes de Estados Unidos y, en menor grado, de Europa. Alguna vez, cuando quisimos acceder a información médica de pueblos indígenas, al revisar el llamado “Index Medicus” –una especie de catálogo impreso de publicaciones médicas periódicas– nos encontramos con categorías como “medicinas primitivas” o “medicinas folklóricas”. No sería sino hasta los ochenta que se empezó a incluir una nueva categoría denominada “medicina tradicional” por influencia de la Organización Mundial de la Salud, que con la meta de lograr “salud para todos en el año 2000”, comenzó a reconocerse –en forma institucional– la existencia de las “otras medicinas”, aquellas que se etiquetaban como medicinas “marginadas” o “paralelas”.
Y en efecto, en esos años finales del siglo XX, algunos teóricos de las ciencias sociales mencionaban el carácter secundario, segregado e invisible de las medicinas populares, condenándolas a una existencia precaria, alejada, relegada, o en todo caso, como parte de una inicial transformación hacia la medicina occidental, en un proceso evolutivo gradual que se distanciaría de un pasado rudimentario y arcaico.
En una tesis académica correspondiente a la especialización universitaria de medicina familiar, con un colega exploramos el saber y las prácticas curativas de 50 mujeres, madres de familia, pertenecientes a estratos sociales bajos, con derecho a la seguridad social y asistentes a una clínica biomédica institucional; encontramos que tenían un amplio saber de las enfermedades reconocidas por la biomedicina (como las faringo-amigdalitis, gastroenteritis, gripas, parasitosis) y, simultáneamente, un elevado grado de conocimiento de afecciones como el empacho, susto, caída de mollera, mal de ojo y mal aire. Concluimos en esa tesis que la medicina casera o doméstica era (y es) particularmente relevante, y que la gente hace un uso permanente y complementario de otros recursos y diversas prácticas curativas diferentes a la medicina académica o biomedicina.
Esta tesis constituyó un parteaguas en mi formación profesional, pues el acercamiento etnográfico hacia el proceso salud/enfermedad/atención de amplios sectores de la población mexicana significó una profundización en el campo sociocultural, que no solo fue por encontrarnos con una realidad empírica (desestimada y negada por muchos), sino también por el descubrimiento de Eduardo Menéndez, un teórico argentino exiliado en México; él consideraba la existencia relacional de estas medicinas, entendidas como modelos médicos, donde uno, el biomédico, establecía dominio y hegemonía sobre los otros, denominados como subalternos, alternativos o subordinados. Entonces nos distanciamos de las aproximaciones del paralelismo (donde no hay interrelaciones entre las medicinas), de la marginalidad (donde no se considera la vinculación con la centralidad), y del neoevolucionismo (donde se daría un proceso unívoco e irreversible de lo antiguo y atrasado hacia la modernidad y el progreso).
Un año de trabajo como médico familiar en la región serrana de Chiapas con indígenas tzotziles y tzeltales prefiguró el salto de las ciencias biomédicas hacia las ciencias sociales, con una maestría en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, una renombrada institución pública de enseñanza superior.
Con la orientación directa de Eduardo Menéndez emprendería los estudios de posgrado en Antropología. La tesis versaría sobre un estudio de caso abordando el curanderismo urbano en la Ciudad de México. Con la colaboración de Doña Concepción Puga Martínez (a) Doña Marina, una curadora mestiza nacida en el norte del país y residente en la capital desde la década de los cincuenta, aprendimos sobre la existencia en el espacio citadino de curadores que se especializan en el tratamiento de las enfermedades populares, en especial del susto y el empacho. De esta experiencia se desprendería una continuidad de trabajo con los curanderos mestizos e indígenas mexicanos, y, por otra parte, una profundización sobre el empacho, como una entidad patológica no solo presente en México sino a todo lo largo y ancho de América, desde los migrantes latinos en Canadá y Estados Unidos hasta la Patagonia argentina y chilena.
En función de la ausencia de un fundamento jurídico de las medicinas tradicionales de México, emprendería en 1990 un doctorado –esta vez en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM– con una investigación sobre el proceso de legalización de dichas medicinas, haciendo una comparación con lo que estaba sucediendo en Bolivia, donde se había logrado su reconocimiento legal, reforzado con la nueva constitución proclamada por su novísimo presidente Evo Morales. México lograría tal reconocimiento en el año 2001 por la presión del movimiento político zapatista.
En 1985 se produjo un cambio importante en la malla curricular de la Facultad de Medicina de la UNAM, donde la Antropología Médica y la Bioética son incorporadas –por primera vez– al plan de estudios dentro de la asignatura obligatoria de Historia de la Medicina. El jefe del Departamento, el Dr. Carlos Viesca nos invitó a participar en la enseñanza antropológica del proceso salud/enfermedad/atención, en un curso que tendría un año de duración y luego un semestre.
Los contenidos generales se agruparon en cuatro secciones principales. La primera explicaba la relevancia de la antropología social en los estudios académicos de medicina, el origen de las ciencias sociales en la segunda mitad del siglo XIX, el surgimiento de la antropología y su posterior división en cuatro ramas relacionadas: arqueología, lingüística, antropología física y antropología social. Dentro de esta última el concepto de antropología de la salud y su utilidad en el campo de la medicina clínica, hospitalaria y en espacios de la salud pública, más adelante, la medicina social, y en la actualidad, la denominada salud colectiva.
Una segunda sección se refería al concepto de cultura, la ideología como un sistema de creencias, saberes y visiones del mundo que se vinculan con prácticas concretas en el mundo curativo, y que nos sirven para entender y comprender la complejidad cultural prehispánica mesoamericana combinada con la cultura mediterránea de los colonizadores españoles, la cual pervive hasta la actualidad.
En la tercera se exponía el corpus teórico de Eduardo Menéndez sobre los llamados “modelos médicos”, donde el Modelo Médico Hegemónico (MMH) mantiene relaciones de poder con respecto al Modelo Médico de Autoatención (MMA) y con el Modelo Médico Alternativo Subordinado (MMAS). Se veía su aplicación a la realidad mexicana y latinoamericana.
Finalmente, en la cuarta sección se abordaban las medicinas tradicionales de México, bajo el contexto de subalternidad, pero con sus propios y diversificados saberes y prácticas, donde aparecían los recursos humanos (parteras, yerbateros, sobadores, chamanes, etc.), el uso de plantas medicinales, rituales curativos y el tratamiento de los denominados “síndromes de filiación cultural” o “síndromes culturalmente delimitados (mal de ojo, empacho, susto, etc.). Se concluía con una aproximación al tratamiento integral del paciente, subrayando la relevancia de la vinculación médico/paciente.
El sílabo anterior duró un cuarto de siglo hasta la conformación del nuevo Plan de Estudios de 2010, donde el Consejo Técnico aprobó una novedosa malla curricular que fragmentó la materia de Historia de la Medicina, creándose dos asignaturas obligatorias e independientes: la Bioética Médica y Profesionalismo y la Antropología Médica e Interculturalidad. Este cambio significó un gran desafío porque la nueva materia no solo sería teórica sino también práctica, y se diseñó para enseñarse –en forma preferente– dentro de los espacios hospitalarios en la Ciudad de México con la finalidad de mostrar la íntima relación entre la etnografía con la vida concreta de enfermos y trabajadores de la salud.
Ante una clara e imperiosa reducción de horas (un mes), los profesores (médicos-antropólogos y antropólogos médicos) nos vimos en la necesidad de adecuar formas y contenidos, de tal manera que se crearon ocho bloques con tres horas de duración: 1) concepto de antropología y sus ramas; 2) concepto de cultura y cosmovisión mesoamericana; 3) procesos bioculturales del ciclo vital (sexualidad, embarazo/parto/puerperio, alimentación, envejecimiento y muerte); 4) pluralismo médico; 5) relación médico-paciente); 6) autoatención y medicinas subalternas; 7) medicina tradicional mexicana; y, 8) interculturalidad en salud. De acuerdo con estas secciones creamos un texto recopilatorio de artículos afines: “Antropología médica e Interculturalidad” (México, 2016) editado por la Facultad de Medicina, el Programa de Estudios de la Diversidad Cultural y la Interculturalidad (PUIC-UNAM) y la editorial McGraw-Hill.
Hasta ahora los resultados de la enseñanza antropológica han sido alentadores. Los estudiantes inician con pre-nociones sobre el curso expresando curiosidad, incertidumbre e incluso franco rechazo como pérdida de tiempo e inutilidad. Al finalizar, declararon agrado y satisfacción, señalando que el curso les ha proporcionado elementos para considerar temas de pluriculturalidad, respeto de los derechos humanos y culturales, reflexividad y entendimiento de la necesidad de considerar la relación médico/paciente como un ejercicio pleno de diálogo intercultural, sobre todo, cuando se trata de personas pertenecientes a pueblos originarios.
En mi caso particular, realizo dos prácticas fundamentales e imprescindibles. En primer lugar, les solicito que entrevisten a sus propias mamás (no a las abuelas) con respecto a sus creencias, saberes y praxis alrededor de cuatro enfermedades frecuentes en la población mexicana: diarrea, gripa, empacho y mal de ojo. Con las dos primeras, los estudiantes permanecen receptivos, pero con las últimas, se sonríen y muestran extrañeza, y en especial, los varones ya que en sus caras y gestos exteriorizan ignorancia e incredulidad. De alguna manera, ellos formulan la hipótesis de que sus familias pertenecen a la clase media urbana y que han superado esas creencias y supersticiones propias del mundo campesino y popular. Al concluir el curso se presentan los resultados. Ellos mostraron que sus mamás conocen sobre diarreas y gripas, y que un 70 a 90% de ellas saben de empacho y mal de ojo, e incluso, los mismos estudiantes han sido sanados con los procedimientos curativos, es decir, han sido curados por sus mamás mediante maniobras (en México se llama “quebrar o tronar del empacho” y en Argentina “tirar el cuerito”) y rituales de “limpia” y “barrido” corporal en el caso de la ojeadura. Esas conclusiones son presentadas en clase frente a sus propios papás y donde las mamás enseñan de manera directa la práctica de sobar y tirar del cuerito, como se muestra en la foto que aparece al inicio de este artículo. Resultado: los alumnos reconocen la presencia de la interculturalidad en sus propios hogares y valoran la importancia de la medicina doméstica.
La enseñanza antropológica brinda elementos para comprender la pluriculturalidad y la necesidad de entender la relación médico-paciente como un ejercicio pleno de diálogo intercultural.
En segundo lugar, invito a una persona indígena (sin que se enteren los estudiantes de su procedencia de pueblo originario) a que exponga su problema de salud frente a dos alumnos que deben construir la historia clínica, que recién han aprendido en el hospital. La singularidad es que antes del encuentro le solicito al paciente que exclusivamente platique en su lengua materna (por ejemplo, el tzotzil que se habla en Chiapas) y por ningún motivo en idioma español. El resultado es dramático pues los estudiantes se confunden y no saben cómo continuar el interrogatorio. Intentan mediante señas, dibujos e incluso utilizando traductor de celular, no logrando nada. Ante el evidente fracaso, les pregunto que se requiere e inmediatamente solicitan el apoyo de un traductor. Efectivamente, invito a que pase al salón un acompañante que sabe del idioma indígena o permito que el propio paciente ya pueda expresarse en español. Los estudiantes se dan cuenta que esa es una posibilidad real cuando estén trabajando en regiones indígenas de México o de eventuales enfermos que se encuentran en la Ciudad de México.
Con estas dos prácticas, los estudiantes de medicina reconocen la utilidad y la importancia de la antropología y la interculturalidad en su preparación profesional, y seguir adquiriendo competencias en el ámbito multi e intercultural.
· Roberto Campos Navarro ·
Es médico con especialización en medicina familiar, maestría y doctorado en Antropología Social. Docente del área de Antropología Médica del Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, Facultad de Medicina (Universidad Nacional Autónoma de México). Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores de México.