La disputa
Con la sanción en 2010 de la Ley Nacional de Salud Mental, se reconoce el “derecho a recibir una atención basada en fundamentos científicos ajustados a principios éticos”. De allí surge la dimensión epistemológica de la controversia: ¿Qué es científico y qué no lo es? ¿Qué fundamento científico es suficiente como para avalar un tipo de atención? ¿Quién juzga el grado de ajuste a principios éticos? Más que responder esas preguntas, intentaremos cuestionarlas, ensayaremos una problematización de la disputa entre el psicoanálisis y las neurociencias como disciplinas, recorreremos a velocidad turista las fronteras que comparten e incursionaremos en posibles caminos para superarla.
A la distancia puede parecer que las neurociencias y el psicoanálisis hablan de lo mismo pero a poco de escucharlos se vuelve bastante claro que no es así. Difieren en el significado que le dan a los términos con que construyen las preguntas y en el método que utilizan para responderlas. De hecho, estas diferencias son las que nos permiten delimitar solo dos bandos en esta pelea. Eso que podemos llamar psicoanálisis no es una sola cosa sino unas cuantas vertientes teóricas y clínicas que se referencian con la obra de Sigmund Freud y fundamentan su producción en la interpretación de la singularidad de cada caso provisto por la clínica. Sobre esa base, y reelaborando conceptos tomados de otras disciplinas, como el derecho, la lingüística o las matemáticas, construyen categorías clínicas, técnicas y teóricas. Las neurociencias, como su nombre lo indica, también son muchas y van desde la biología molecular hasta la psicología cognitiva, pasando por la neuroquímica, la neuroanatomía y otras tantas. Tienen dos rasgos en común: el estudio del cerebro y la inscripción en el marco actual de las ciencias naturales. Por eso es que se valen del método experimental y la inferencia estadística para confrontar hipótesis y producir verdades. El segundo aglutinante permite que se incluyan en la misma vereda disciplinas que no son exactamente neurociencias, como las terapias conductuales, pues, si bien no se dedican al estudio del cerebro, se valen de los mismos recursos para validar sus resultados. Además, facilita la aceptación de la psiquiatría como una especialidad médica que puede esbozar en sus tratados secciones de fisiopatología, estudios complementarios y tratamientos farmacológicos, desterrando términos oscuros como “inconsciente”, “transferencia” o “pecho bueno”, que le daban un aire metafísico a los que debieran ser textos científicos.
Ahora, si las neurociencias y el psicoanálisis son tan diferentes, ¿por qué puede parecer en un principio que están hablando el mismo idioma? Porque comparten muchos términos y varios problemas. “Síntoma”, “memoria”, “olvido”, “autismo”, “psicosis”, “esquizofrenia”, “angustia”, “terapia” son palabras que pueden encontrarse en boca de una neurocientífica o una psicoanalista. Cada quien tiene claro qué significa cada palabra dentro de su marco conceptual. Cuando se las junta, recuerdan un célebre sketch de Les Luthiers titulado “Esther Píscore”. En él, dos hombres que se dicen “doctor” uno al otro disertan sobre el merengue. El problema es que, para uno, el merengue es “un ritmo musical muy festivo, muy animado, muy difundido en muchos países de Latinoamérica” mientras que, para el otro, “el merengue es un delicioso postre, un pequeño pastel o pastelito de forma aovada o ahuevada que se logra batiendo las claras de huevo a punto de nieve, se lo mezcla con el almíbar y se lo hornea veinte minutos”.
Al hablar de autismo, la psicoanalista puede plantear que “no se encuentra lo especular ni hay división del sujeto, sino un doble en que el autista se encuentra en cada otro, su semejante, cuyo peligro más agudo es la inminencia de su goce y la necesidad de matar en él a esa parte que el lenguaje no ha eliminado”. La neurocientífica, por su parte, podría decir que “el autismo es un trastorno del neurodesarrollo de base biológica extremadamente complejo. Es uno de los trastornos con mayor componente hereditario pero no existe ningún marcador molecular que por sí solo defina su diagnóstico. Muy al contrario, las investigaciones apuntan a que en su etiología podrían estar involucrados entre trescientos y quinientos genes, en su mayor parte desconocidos”.
La primera aplica conceptos lacanianos para leer la posición subjetiva del niño autista. La segunda utiliza conceptos biológicos para formular una hipótesis etiológica de un trastorno. Aunque vean a la misma persona y estén de acuerdo en que es autista, es muy difícil que lleguen a complementar sus puntos de vista o tan siquiera a entender lo que está diciendo la otra. Si puede haber un acuerdo con respecto al diagnóstico de autismo, es porque tanto la neurociencia como el psicoanálisis respetan bastante la descripción clínica original de principios de la década de 1940, que habla de severas dificultades para relacionarse con personas y situaciones, alteraciones del lenguaje, conducta repetitiva y “un deseo ansioso por mantener la invariabilidad”. Si agregásemos un psicólogo conductista al quodlibet, probablemente encontraríamos que, aunque compartiese el desinterés de la psicoanalista por la etiología del autismo, se entendería mejor con la neurocientífica. Ambos utilizan observaciones similares, buscan transformar lo que observan en variables cuantificables y comparar lo valores de alguna variable entre grupos potencialmente diferentes. Compartir la forma de plantear las preguntas y buscarles una respuesta implica una visión común del mundo y, en este caso, de las personas. Esa forma de ver y entender el mundo compartida por un grupo de científicos es lo que el físico, epistemólogo e historiador de la ciencia Thomas Kuhn denominó “paradigma” a comienzos de la década de 1960 para proponer un nuevo modo de explicar el avance de la ciencia.
Paradigmas
Hasta la irrupción de la teoría de las revoluciones científicas de Kuhn, se concebía al desarrollo científico como una acumulación de conocimiento. Por ejemplo, se consideraba que si se pasó de pensar que el Sol giraba alrededor de la Tierra a pensar que la Tierra gira alrededor del Sol, fue porque en la época de Copérnico (primera mitad del siglo XVI después de Cristo) se sabía más que en la época de Aristóteles (segunda mitad del siglo III antes de Cristo). Lo que propone Kuhn es que la diferencia entre una época y otra consiste en cómo se sabe y no en cuánto se sabe. Divide la historia de la ciencia en períodos de “ciencia normal”, en los que se acumula conocimiento en el marco de un paradigma, y períodos de “ciencia revolucionaria”, que se caracterizan por una crisis del paradigma vigente, la lucha entre los que lo sostienen y los que proponen una visión diferente y la institución de un nuevo paradigma que inaugura un período de ciencia normal. Tal vez una de los aspectos más llamativos del planteo de Kuhn es que la puja entre paradigmas no se define mediante la argumentación científica sino por medio de la persuasión. Al definirlos como comunidades lingüísticas diferentes, se vuelve imposible comparar la capacidad de cada paradigma para, por ejemplo, resolver un problema dado. Son distintos los idiomas de cada paradigma y, por lo tanto, los problemas y las soluciones son distintas. Los grupos enfrentados apelan entonces a recursos que van desde lo estético (se habla, por ejemplo, de teorías “elegantes” o “hermosas”) hasta lo político (el control de los centros académicos o las agencias científicas) y lo económico (desde la distribución de recursos hasta el maridaje entre ciertas ideas económicas y concepciones de las ciencias naturales) para persuadir a sus adversarios y, sobre todo, a la comunidad científica en general.
Nos vemos tentados a mirar al psicoanálisis y las neurociencias como paradigmas enfrentados en el campo del padecimiento mental. En efecto, hablan idiomas diferentes, se plantean problemas diferentes y, cuando coinciden en un problema, proponen diferentes formas para resolverlos que son muy difíciles de complementar por lo inconmensurable de sus respectivas jergas. Como vimos desde el principio, se enfrentan y buscan convencer por los medios más variados a la comunidad donde se mueven (que, aunque tiene algunos científicos, está compuesta principalmente por trabajadores de la salud, personas con padecimiento mental y sus familiares) de que su enfoque es el mejor. Sin embargo, cuesta encontrar un período de “ciencia normal” previo a este enfrentamiento. Las neurociencias y el psicoanálisis nacieron juntas y se han cruzado muchas veces a lo largo de la historia. De hecho, comparten varios tramos de sus sendos recorridos iniciales. Comparten, además, una concepción del padecimiento mental centrado en el individuo y abordajes basados en la clínica. Podríamos sospechar que en el último siglo y medio (tal vez en los últimos dos siglos, si nos remontamos al nacimiento de la psiquiatría de la mano de Pinel) se viene desarrollando la crisis inaugural del campo científico de la salud mental.
Antes de asumirnos cándidamente en el medio de la génesis de un nuevo campo científico, debemos tener en cuenta que la evolución del conocimiento es apenas una dimensión de una disputa que cobra mucho más ímpetu a la hora de definir políticas sanitarias o de ocupar cargos de conducción en instituciones sanitarias. La discusión epistemológica se da en el marco de una disputa por la hegemonía. No nos detendremos a quejarnos del modelo médico hegemónico, aunque no nos olvidaremos de él, como tampoco dejaremos de recordar que se ha propuesto un modelo psicológico psicoanalítico hegemónico para definir una representación profesional del psicólogo que se orienta al área clínica con una modalidad asistencial individual con alta valoración del trabajo en el consultorio privado. Ambos modelos hegemónicos dejan de lado lo colectivo, lo histórico y la perspectiva de derechos como problemas y como soluciones.
Perspectivas
Enfocarnos en la pugna entre neurociencias y psicoanálisis, tan virulenta y casi exclusiva de nuestro país, nos impide prestar atención a otras muchas otras corrientes teóricas y prácticas que realizan aportes fundamentales a este campo en construcción que tiene como destino disolverse alguna vez en el más vasto campo de la salud. Esas otras corrientes, que no describiremos acá, habilitan la posibilidad de encarar problemas irresolubles o inexistentes para las neurociencias y el psicoanálisis, como la prevención en salud mental, la atención basada en la comunidad o la definición de salud.
En la práctica, con sus incongruencias y sus incompatibilidades, las neurociencias y el psicoanálisis conviven de una forma que recuerda aquel “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección” que lanzara Lautréamont y se transformó en una referencia del surrealismo. No se entienden entre sí y tienen concepciones teóricas y técnicas muy diferentes pero, a pesar de eso, trabajan juntos y, aunque nunca alcanzan, muchas veces sirven para que la gente viva mejor. El psicoanálisis y las neurociencias son tan necesarios como insuficientes en el campo de la salud mental. Tal vez, asumir esa insuficiencia marcada por lo inasible de los problemas y lo inimaginable de las soluciones desde un compartimiento estanco abra la puerta para plantearse nuevas preguntas en un idioma.
LAS NEUROCIENCIAS Y EL PSICOANÁLISIS EN LA PRÁCTICA DIARIAEncuentros A veces puede resultar imposible el abordaje psicoanalítico en plena excitación psicomotriz o cuando la angustia es de tal intensidad que inmoviliza a quien la sufre. La psicofarmacología funciona en esos casos como un facilitador para que las personas con padecimiento mental puedan acceder a un tratamiento por la palabra. La morigeración de los delirios y las alucinaciones que brindan los antipsicóticos ha permitido, además, que la mayor parte de los tratamientos sean ambulatorios. Más allá de todos los efectos adversos que puedan tener y de las críticas que podamos esgrimir contra el millonario negocio de la medicación psiquiátrica, es innegable su aporte a la desinstitucionalización. En un momento que forma parte del mito de origen de la salud mental en la Argentina, el psicoanálisis y la psicofarmacología compartieron aventuras como recién llegados a los hospitales. Son famosas, por ejemplo, las investigaciones de Enrique Pichon-Rivière con el antidepresivo imipramina administrada a individuos y grupos. Desencuentros La nosografía es una de las más frecuentes causas de malentendidos. Por lo general, las neurociencias toman como válidas las categorías diagnósticas que figuren en la edición vigente del Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM por sus siglas en inglés) de la Asociación Americana de Psiquiatría. Las utilizan como base para formular hipótesis etiológicas, fisiopatológicas y terapéuticas. El psicoanálisis, por su parte, suele mantenerse dentro de los límites de las tres estructuras propuestas por Freud (neurosis, psicosis y perversión) y sus diferentes formas clínicas (neurosis obsesiva e histeria para las neurosis, paranoia, psicosis maníaco depresiva, melancolía y esquizofrenia para las psicosis). Algunas categorías tienen nombres parecidos y son similares en su descripción clínica pero, sin embargo, terminan siendo cosas bastante diferentes. Hablar, por ejemplo, de neurosis obsesiva o de trastorno obsesivo compulsivo implica concepciones tan diferentes acerca de la mente y sus problemas que puede llegar a pasar que un grupo grande de profesionales con mucha experiencia y sólida formación conversen largo rato sin comprenderse y, más complicado todavía, sin darse cuenta de que no se entienden. Colisiones El conflicto más grande suele darse alrededor de los métodos de diagnóstico y los abordajes terapéuticos. Los partidarios de las neurociencias buscan formas estandarizadas de arribar a un diagnóstico. Si encuentran marcadores biológicos (cosas que se puedan detectar mediante análisis de sangre), signos radiológicos o electroencefalográficos que confirmen la presencia de un trastorno, están del todo satisfechos. Si no, pueden conformarse con instrumentos tipo tests que arrojan un resultado numérico traducible en un diagnóstico. Para el tratamiento, también buscan abordajes homogéneos y fácilmente reproducibles, de manera que puedan ser evaluados mediante la comparación entre grupos. Desde el psicoanálisis se evita lo estandarizado en pos de trabajar sobre lo singular. El diagnóstico se hace en transferencia, una “modalidad especial de la vida erótica” de cada sujeto que se evidencia en una serie de repeticiones en la forma de vincularse con los objetos de amor. Si bien en la práctica asistencial puede aparecer algún roce, el conflicto estalla al momento de definir qué tipos de diagnósticos y tratamientos debe aceptarse e impulsarse desde el sistema de salud. Creaciones La Ley Nacional de Salud Mental establece que la preservación y el mejoramiento de la salud mental implican “una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales” y que el abordaje debe ser “interdisciplinario e intersectorial, basado en los principios de la atención primaria de la salud”. Esto obliga a superar la perspectiva individual, clínica, centrada en la enfermedad y ahistórica de las neurociencias y el psicoanálisis. Eso hizo que se creasen dispositivos que, aunque incluyen psicoanalistas y partidarios de las neurociencias, no pertenecen a ninguno de los dos campos. Más bien se crean en los intersticios, dejando en evidencia la insuficiencia de ambos para pensar en salud y abriendo la puerta al diálogo con otros campos disciplinares. |
· Leonel Tesler ·
Médico especialista en psiquiatría infanto juvenil. Director del Departamento de Ciencias de la Salud y el Deporte de la Universidad Nacional de José C. Paz.