En las últimas décadas, sobre todo desde los años noventa, se viene dando en el campo de los estudios sociales de las ciencias una fuerte crítica feminista, que ha logrado desnaturalizar el lugar muchas veces subordinado de las mujeres en la producción de conocimiento. Poner de relieve la autoría femenina -poniendo nombres y apellidos en las referencias bibliográficas, pues las iniciales tienden a invisibilizar el género-; echar luz sobre la inequidad de género en los desarrollos de las carreras científicas, re-visitar la producción de conocimiento dando cuenta del modo en que el androcentrismo lo ha condicionado -entendemos por androcentrismo ese punto de vista donde el sujeto de conocimiento pasa por universal pero es, por lo general, varón, blanco y de clase media acomodada-, y sacar a la luz los linajes femeninos dentro de las distintas disciplinas, ha sido parte de la enorme tarea que las feministas nos hemos propuesto en este campo (Fox Keller, 1991; Harding, 1998; Pacheco Ladrón de Guevara, 2010).
Así, considerando que existe un producción de conocimiento específica en un amplio campo donde se cruzan las ciencias de la salud, la salud colectiva, la salud pública, la antropología médica, la epidemiología social, la historia de la salud-enfermedad, entre otras disciplinas -donde más allá de las diferencias, hay preguntas y problemáticas en común-, comienza a ser hora de poner de relieve el lugar de las mujeres en dicha producción de conocimiento. Y esto no solo por un afán militante -aunque también-, sino porque estamos hablando de un campo que a nivel profesional se encuentra altamente feminizado y a pesar de ello, los lugares destacados de poder y prestigio -ministerios, direcciones de hospitales e institutos, de universidades, centros de investigación, tanques de pensamiento, revistas, etcétera- siguen siendo mayoritariamente masculinos (Graña, 2008; Pozzio, 2014). Sin embargo, hay muchos y buenos ejemplos para mostrar, subrayar y seguir; en este artículo y solo a modo de disparador, me propongo abonar a esta tarea y mencionar el trabajo y la producción de mujeres que han hecho del campo de la salud su ámbito de reflexión, de vida, de creación de lazos y de políticas. Mujeres cuyas contribuciones han sido originales, construidas desde la experiencia, que han hecho «escuela» y construido un linaje; mujeres que han escrito, investigado, planificado, gestionado, aunque como sucede muchas veces con las contribuciones femeninas, su lugar ha quedado opacado por el de las grandes figuras masculinas que han sabido construir el campo a su medida. Sin ánimo de englobar a todas, invocando a la memoria de sus colegas, mencionando solo a algunas de ellas… el desafío es contribuir a esa historia, que está aún por escribirse.
Salud es un campo que a nivel profesional se encuentra altamente feminizado pero, a pesar de ello, los lugares destacados de poder y prestigio – ministerios, direcciones de hospitales e institutos, de universidades, centros de investigación, tanques de pensamiento, revistas, etcétera – siguen siendo mayoritariamente masculinos
Pioneras y maestras, más que heroínas
Como es bien sabido, Cecilia Grierson (1859-1934) fue la primera mujer argentina en recibirse de médica en 1889; luego de ella vinieron algunas más, quienes compartieron con Cecilia los desafíos de trabajar y ejercer en un ámbito fuertemente masculinizado. Julieta Lanteri (1873-1932) y Alicia Moreau de Justo (1885-1986) son dos ejemplos célebres, cuyas trayectorias transcurrieron entre la medicina, el activismo feminista y la política.
Mucho más acá en el tiempo, y en el campo de la salud pública, se ha comenzado a destacar la labor de Telma Reca (1904-1979), y más tarde, el de Elsa Moreno. Telma Reca se recibió de médica en la UBA y entre los años 1930 y 1950, trabajó en torno a las condiciones de los jóvenes que cometían delitos, entretejió sus saberes entre la academia y la gestión estatal y tuvo un papel central en la creación de la carrera de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) (Ramaccioti, 2018). Elsa Moreno se recibió de médica en la Universidad de Tucumán y se especializó en pediatría, pero pronto comenzó a dedicarse a las políticas sanitarias. Cursó el Diplomado de Salud Pública de la Escuela de Salud Pública de la UBA (ESPUBA) y en 1970, fue convocada a trabajar en la organización del sistema de salud de la provincia de Neuquén. Su desafío fue bajar la mortalidad infantil, que disminuyó a la mitad luego de diez años de políticas sanitarias de control del embarazo y el parto. Fue funcionaria del Ministerio de Salud de la Nación y asesora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). En 2002, al cumplirse los cien años de las OPS, la homenajearon como una de las “Heroínas de la Salud Pública” del continente (Rubel, 2003). Otra de las mujeres a las que la OPS otorgó ese título honorífico fue a la salvadoreña María Isabel Rodríguez (1922), profesora, decana y rectora de la Universidad de El Salvador, ministra de salud de su país, una de las impulsoras del Programa de Líderes en Salud Internacional de la OPS, miembro de la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (ALAMES) y reconocida como doctora honoris causa de muchísimas universidades del continente. El título de «heroína» cabe para ellas pues son mujeres que fueron excepcionales en su época; sin embargo, la misma idea de heroínas las vuelve inalcanzables. Por eso, lejos de eso, lo que se intenta aquí es poner de relieve su papel más como pioneras que como heroínas. Esto implica subrayar sus talentos, a veces su excepcionalidad, pero también y sobre todo, el modo en que pudieron sortear las adversidades, abrir camino, empujar los límites de lo posible, mostrando que todas las mujeres tenemos obstáculos por sortear y que siempre es más difícil para nosotras hacernos un lugar en el campo de la producción de conocimiento y de la intervención política. De modo que, para las generaciones posteriores, ellas fueron y son pioneras y maestras, que abrieron el camino para otras, que siguiendo sus huellas, vinieron y vendrán después. Así, es necesario mencionar a María Urbaneja, médica venezolana, ministra del Poder Popular de Salud entre 2001-2003 -gobierno de Hugo Chavez- y embajadora de su país en muchos países de la región; Nila Heredia, médica boliviana que también fue ministra de Salud en el primer gobierno de Evo Morales, impulsora de los modelos de salud intercultural y que actualmente se desempeña en el Organismo Andino de Salud.
Es sabido que América Latina es un continente que produjo, en el campo político, un pensamiento propio y que esto se ha puesto de manifiesto también en el modo de entender y resolver las problemáticas de la salud-enfermedad. La medicina social latinoamericana es una muestra de ello y en esta línea, el aporte de algunas mujeres es central. Basta el ejemplo de Asa Cristina Laurell, secretaria de salud de la ciudad de México en el gobierno de López Obrador. Laurell se destaca por sus análisis críticos de los proyectos neoliberales en salud y sus artículos sobre los procesos salud-enfermedad se han convertido en clásicos para cualquier persona que se inicia en este campo. Si hasta aquí mencioné solamente a médicas, no es posible pensar el campo de la salud en sentido amplio en Argentina, sin el aporte de las disciplinas de la salud mental y los saberes psi, donde varias mujeres han producido y siguen produciendo conocimiento. Entre ellas, Sylvia Berman – (1922-2012) que fue psiquiatra y sanitarista, graduada en Salud Pública y Salud Mental en la Universidad de Harvard y docente en universidades argentinas y mexicanas. O los aportes presentes de Alicia Stolkiner -Licenciada en Psicología, especializada en Salud Pública con orientación en Salud Mental, docente universitaria de grado y posgrado- y Debora Tájer -doctora en Psicología, magíster en ciencias sociales y salud, docente investigadora UBA- quienes además han impulsado en organizaciones como ALAMES, la perspectiva de género, ya desde la década de los noventa (1990).
A su vez, es importante recuperar el lugar de quienes desde la historia y las ciencias sociales, han contribuido, con un fuerte espíritu interdisciplinario, con sus investigaciones y preguntas, a motorizar esos diálogos académicos. Desde Rosario, fueron María del Carmen Troncoso -médica, sanitarista, epidemióloga, docente de la Universidad Nacional de Rosario- y Susana Belmartino -historiadora, investigadora de las políticas de salud, los sistemas y su financiamiento- quienes formaron parte del equipo que hizo posible durante más de 20 años, la original producción de los Cuadernos Médico Sociales (Spinelli, Librando y Zabala, 2017).
Todas conforman los linajes que muchas otras -que no he mencionado- sostienen también.
Historia de las mujeres y crítica feminista: para qué
Una lectura superficial de la crítica feminista a la producción de conocimiento puede caer fácilmente en el esencialismo y el binarismo: esto supone que hay que recuperar lo que hicieron/hacen las mujeres y pensar lo que hicieron y hacen en tanto son mujeres; ser mujer es «algo» que se define de un solo modo y en oposición al varón. Por el contrario, está claro que «mujer no se nace», que esta crítica va más allá y se propone dar cuenta del modo en que las configuraciones de género moldean la producción de conocimiento en términos simbólicos pero también materiales. Esto es: con las dobles y triples jornadas, los techos de cristal y demás constreñimientos ¿estamos en igualdad de condiciones que los varones? ¿Entretejemos igual la experiencia de trabajo con la abstracción teórica? ¿Articulamos del mismo modo práctica profesional, de gestión, política con la elaboración intelectual? ¿Escribimos sobre lo mismo? ¿Nos interesan las mismas cosas y afilamos el lápiz en las mismas preguntas? ¿Estamos en las mismas condiciones para hacer ver ciertas problemáticas y propuestas? ¿Nos relacionamos del mismo modo con el poder, las resistencias, la diversidad? Sí y no.
Todas las mujeres tenemos obstáculos por sortear y siempre es más difícil para nosotras hacernos un lugar en el campo de la producción de conocimiento y de la intervención política
En este afán de insistir con el lugar de las trayectorias femeninas, he investigado y escrito sobre Débora Ferrandini (1962-2012) quien es reconocida por muches profesionales de la salud como una maestra, referente y ejemplo a seguir dentro de la medicina general pero también del pensamiento en salud. Afecto, amor, sacrificio, entrega, inteligencia, lucidez, coherencia, capacidad de trabajo, pedagogía, creatividad, escritura colectiva, son varios de los términos que han salido de quienes ante mis preguntas, evocaban su labor. Sara Ahmed (2015) es una de las muchas autoras que nos permiten pensar en el lugar de lo afectivo -que afecta e impresiona en el cuerpo que no es meramente físico- y las emociones -que circulan y se producen en el encuentro/intercambio social- en la producción y la política cultural. La categoría de senti-pensar (Fals Borda, 2009) ha permitido desde el pensamiento de-colonial dar cuenta del lugar de lo no racional y lo emocional, en la producción de conocimiento e interpretación del mundo. Trayectorias y casos, categorías y conceptos que quizá sean la llave que nos permita iluminar estas historias y esas críticas que quedan por hacer en el campo de la salud. Es decir, Y puedan contribuir a hacer un poco más plausible, cercano y real, en la gestión, la formación, la investigación, y la atención, eso de que la salud es la capacidad de lucha de las personas más allá o más acá de los géneros de cada una.
· María Pozzio ·
Dra. en Ciencias antropológicas. Actualmente dirige la Diplomatura de Género y Salud del ICS- UNAJ.