El PAMI es el programa del Instituto Nacional de la Seguridad Social para Jubilados y Pensionados por el cual se garantiza la cobertura de la atención médica a su población a cargo. Se considera que es la obra social más grande del país. Por lo que las políticas que se realicen desde esta institución poseen un impacto en todo el sistema de salud. Su origen data de 1971 y, si bien ha atravesado distintos modelos de gestión según las características de los gobiernos nacionales, es un subsistema de la seguridad social que brinda cobertura en términos de financiamiento y atención sanitaria a las contingencias de la salud a las cuales se encuentra expuesta su población a cargo: adultos mayores.
Su estructura comprende un enfoque basado en la protección frente a las contingencias, una herencia de los sistemas de protección social de los Estados de Bienestar europeos del siglo XX. Modelos donde el Estado se erige como el actor que garantiza la protección de la población frente a los eventos que esta pueda sufrir, principalmente eventos asociados o que se desprenden de la condición de trabajador.
En estos modelos, la solidaridad es el principio rector y organizador del sistema, en tanto que el financiamiento se sostiene en la condición de existencia de pleno empleo y gracias a una especie de acuerdo social sobre la socialización de los riesgos. Para ejemplificar, sobre los sistemas de previsión social se dice usualmente que “los trabajadores activos sostienen a los pasivos”, “los afiliados sanos a los enfermos” o “los jóvenes a los adultos mayores”. Las representaciones sociales confluyen en un par activo/pasivo en relación al trabajo como eje articulador.
Hace tiempo asistimos a lo que algunos sociólogos llaman privatización del riesgo. Un abandono de la noción colectiva por la cual existía una sociedad que daba una respuesta conjunta, como un todo, a las contingencias que sufrían los individuos que la integraban. Antes había solidaridad y protección, ahora hay individuación e incertidumbre.
Pasando por alto las reformas llevadas a cabo por el neoliberalismo de los ‘90 sobre la seguridad social, pero que tienen mucha relación con los eventos del presente, hoy nos encontramos con un modelo previsional y de atención sanitaria en situación de extrema vulnerabilidad. No solo por el financiamiento, que de por sí es insuficiente y carece de sustentabilidad a mediano plazo, sino porque los valores mismos que originaron y caracterizaron a este tipo de sistemas – como la solidaridad – están profundamente en disputa. Ese es el contexto en el que se desarrollan las políticas de ajuste, a la vez que se adiciona la destrucción planificada desde dentro de la institución misma.
Así, nos vemos obligados a defender un modelo con muchos errores: exceso de burocracia, fragmentación, dificultades para el acceso a prestaciones… pero que de alguna manera podía garantizar algo tan elemental y primordial para los adultos mayores como el acceso gratuito a los medicamentos o a una internación. Por el lado del sistema de jubilaciones podemos decir lo mismo, sin duda existían muchas deudas de la democracia, pero también se habían alcanzado logros impensados en otros momentos de la historia, como el reconocimiento formal a las personas que trabajaron toda su vida en la informalidad y/o llevando a cabo tareas de cuidados, muchas de ellas mujeres.
En algún momento tendremos que rearmar todo lo destruido, dar la discusión que no supimos dar y para la cual la extrema derecha brindó una respuesta que caló hondo en la sociedad. Habrá que salir de la comodidad yoica por la cual defendemos viejos modelos y dar lugar a la imaginación política.
Habrá que debatir ¿cómo se puede sostener o pretender un modelo de financiamiento solidario en un país con una informalidad laboral del 50% y con más de la mitad de la población debajo de la línea de la pobreza? ¿Cómo pueden los “jóvenes sanos” sostener el sistema si el desempleo entre los menores de 30 años duplica al índice promedio general? También este grupo presenta una tasa de informalidad más alta que la población general.
Habría que poner entre signos de interrogación si seguir defendiendo instituciones modernas para dar respuesta a problemas posmodernos es una postura eficaz. ¿Se les puede seguir pidiendo a los trabajadores que sostengan un sistema que se cae, cuando el significante mismo “trabajador”está roto debido a la precarización y el discurso de época? Preguntarnos si realmente la mejor opción a la que podemos aspirar es a un Estado que te proteja, ya que la lógica masculinizada y patriarcal detrás de esa aspiración podría superarse (de hecho los feminismos tienen mucho para aportar sobre esto a partir de las nociones de cuidados y vulnerabilidad).
También cabría tener cuidado con creer que la discusión pendiente es meramente técnica. Claro que se deben analizar modelos de financiamiento, gestión y atención alternativos. Desconocer eso en pleno 2024 sería una estupidez. Pero las ideas que transforman la realidad no surgen de lo técnico. O capaz sí, se pueden originar en lo técnico, pero son paridas por la política. Las vuelve realidad la política.
Al inicio del artículo nos preguntamos por lo social, por cómo la sociedad está elaborando el presente y cómo responde a las acciones de gobierno. Porque la democracia no se reduce a su dimensión electoral, también supone una legitimación sobre las acciones de gobierno.
Las políticas que se realizaron fueron acompañadas por discursos que apelaban a la individualidad: “algún pariente los va a ayudar”. Un intento de que cuestiones que eran elaboradas en lo público, pasen a ser tramitadas en la esfera privada. Pero ¿qué sucede cuando estos asuntos pasan a la esfera privada? ¿Podemos hablar de un intento de privatización de los cuidados? De ser así, ¿cómo los recepciona una sociedad que está cansada, agotada, estallada?
Para que haya cuidados debe existir organización, familias, redes, vínculos. Suponemos un tejido social por fuera del aparato estatal que pueda hacerse cargo de las tareas que se le relegan. Pero en la actualidad, cuando miramos la esfera privada, nos encontramos con familias cada vez más deterioradas y sujetos cada vez más aislados, que intentan sobrevivir cómo pueden en el día a día, sobreocupados de tareas y pluriempleo. Cuando se intenta trasladar los cuidados a una sociedad que no puede hacerse cargo de ellos, el costo que aparece es altísimo. Ya no hablamos de ajuste, hablamos de vidas perdidas.
La precariedad del presente se expresa en agresividad, irrupciones de violencia en la vía pública, en el incremento de conflictos familiares, de los padecimientos subjetivos y de los consumos problemáticos. Ignacio Gago y Leandro Barttolotta lo describen de manera precisa cuando hablan de implosión: “es la forma que toma el lazo social en la precariedad, la forma en que funcionan las instituciones, la tonalidad y dimensión de los conflictos sociales hoy (…) Lo social implosionando es ajuste y crisis económica detonando en un adentro (barrio adentro, institución adentro, familia adentro, cuerpo adentro)”.
En los párrafos anteriores mencionamos las “tareas pendientes” de la política respecto a los sistemas de seguridad social. El presente plantea una urgencia distinta, una necesaria reconstrucción de otro orden, de carácter horizontal: ¿cómo reconstruimos el lazo social? ¿cómo construimos nuevas formas de lo común? Este quizás es el desafío urgente, porque ya no hablamos de la política, hablamos de lo político mismo cómo condición de la vida en común.
Natalia Álvarez es licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires y realizó la Maestría en Economía y Gestión de la Universidad ISalud. Actualmente es maestranda en Política y Gobierno en la Universidad Nacional de San Martín.
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