En un artículo publicado en el año 2003, Nancy Krieger se preguntaba acerca del creciente uso del término “género” en la literatura médica y de salud pública, señalando la falta de precisión con la que es utilizado el concepto. Apenas quince años después de esa publicación, podríamos afirmar que el término se ha instalado en los discursos acerca de los procesos de salud y enfermedad y que el enfoque o la perspectiva de género han alcanzado legitimidad en la formulación y evaluación de políticas sanitarias.
Desde la “Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer”, Tratado internacional de Naciones Unidas firmado en 1979, los derechos de las mujeres y las niñas, así como la finalidad explícita de alcanzar relaciones más equitativas entre mujeres y varones, ocupan un lugar destacado -cuando no central- en las declaraciones, conferencias y tratados internacionales de derechos humanos y en las formulación de políticas públicas. Asimismo, en el informe elaborado por la Comisión de los Determinantes Sociales de la Salud (CDSS) publicado en el año 2007, la OMS reconoce que el género no solo constituye una de las dimensiones más relevantes en la producción de salud sino que es transversal a todos los niveles de determinación.
Los estudios de género, surgidos al calor de la segunda ola feminista de los ‘60, fueron pioneros en describir los mecanismos y las prácticas sociales que organizan, producen y reproducen estas relaciones asimétricas entre hombres y mujeres, a la vez que determinan, modelan, disciplinan y normalizan los cuerpos de las personas. La asignación de atributos considerados femeninos o masculinos a las diferencias sexuales al momento del nacimiento se instituye en un mecanismo que organiza y distribuye recursos y poder de manera diferenciada para mujeres y varones. En esta relación, que es siempre desigual, las primeras ocupan una posición de subordinación con respecto a los hombres. Este orden binario -femenino y masculino- es a su vez heteronormativo, porque solo admite dos posiciones y un tipo de relación sexual. Aquellos cuerpos que no se adecuan a la norma quedan excluidos de la categoría de sujeto de derecho y son relegados a zonas “invisibles” de la vida social.
El género no solo constituye una de las dimensiones más relevantes en la producción de salud sino que es transversal a todos los niveles de determinación.
Este orden, caracterizado como patriarcal, organiza también el campo de la salud, sus discursos y prácticas. Estos producen subjetividades a través de la categorización, intervención y disciplinamiento de los cuerpos y de la sexualidad. Históricamente, el sistema de salud ha considerado siempre a las mujeres en su rol de madres y cuidadoras de la familia. Los programas de salud perinatal -denominados de salud materno infantil- o el desarrollo de servicios de “planificación familiar”, centrados en la entrega de métodos anticonceptivos dirigidos exclusivamente a las mujeres, dan cuenta de esta concepción que deja fuera a la sexualidad y al placer. Un modelo que, más allá del reconocimiento formal de los derechos sexuales y reproductivos de varones y mujeres, continúa reforzando los estereotipos de género que suponen una paternidad optativa, mientras la maternidad es considerada obligatoria.
Paralelamente, en los últimos meses, el debate sobre la legalización del aborto ha puesto en la agenda pública la cuestión de la autonomía de las mujeres para decidir en libertad sobre su proyecto de vida, su sexualidad y su fecundidad. Las intervenciones de más de ochocientos expositores y expositoras en la Cámara de Diputados y en el Senado, dejaron en claro que la legalización de esta práctica, que continúa siendo considerada como delito penal, está condenando a las mujeres a “ser esclavas de su embrión” como resultado de convenciones sociales y religiosas.
Más allá del reconocimiento formal de los derechos sexuales y reproductivos de varones y mujeres, continúan reforzandose los estereotipos de género que suponen una paternidad optativa, mientras la maternidad es considerada obligatoria.
Otro dispositivo de disciplinamiento del sistema de salud consiste en el uso de categorías diagnósticas. Es el caso de aquellas personas cuyas identidades o prácticas sexuales no se enmarcan dentro de la cis heteronormatividad ni del binarismo. La revisión del “Manual de diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” (DSM-5) de la Asociación Americana de Psiquiatría realizada en el 2014 modificó el diagnóstico “Trastorno de la Identidad de Género” por “Disforia de género”, un cambio que continúa tipificando la transexualidad como una patología psiquiátrica. Del mismo modo, la clasificación internacional de enfermedades, en su revisión hacia la edición CIE 11 en mayo del 2019, eliminó del capítulo sobre trastornos mentales y del comportamiento a todas las categorías relacionadas con las personas trans. Simultáneamente introdujo nuevas categorías tales como incongruencia de género en la adolescencia y adultez, e incongruencia de género en la infancia, las que terminan normalizando y disciplinando el deseo.
Este breve recorrido alcanza para afirmar que a través de sus prácticas y discursos, las instituciones sanitarias producen y reproducen patrones de género, que van a determinar quiénes son reconocidos como sujetos de derecho y quiénes no, qué derechos pueden ser ejercidos y cuáles son negados. El movimiento de mujeres y los colectivos de la disidencia sexual han sido actores claves para visibilizar estas exclusiones e injusticias en el acceso al ejercicio de la salud y del goce.
A pesar de todos estos debates y transformaciones, el grupo conformado por hombres cis se ha mantenido silencioso, o mejor dicho ausente de estas discusiones, lo que lleva interpelar el género de los varones heterosexuales.
Cuerpos masculinos, género y salud
Si bien los estudios de las masculinidades con perspectiva feministas se inician en la década de 1970, la inclusión de este enfoque para comprender los problemas de salud de los hombres es más reciente ya que el concepto “género” ha estado históricamente asociado a las mujeres y a la disidencia sexual. Desde esta perspectiva se propone la idea de una “masculinidad hegemónica”, una forma de masculinidad dominante y culturalmente autorizada y legitimada, que impone una forma de vivir el cuerpo masculino, desconociendo o descalificando otras formas. Este modelo ideal de masculinidad se construye fundamentalmente por oposición a la representación de lo que es una mujer, es decir, se define a partir de lo que no es. El mandato de heterosexualidad articula una cantidad de atributos que construyen su corporalidad y subjetividad: autosuficiencia, fortaleza, autoridad (sobre las mujeres, niñxs y otros hombres), valentía y poder. El discurso acerca del cuerpo masculino excluye componentes tales como la prudencia, el autocuidado y la sexualidad responsable, generando así la exposición a vulnerabilidades y riesgos que van a determinar las maneras de enfermar y de morir.
Estas imposiciones simbólicas sobre los cuerpos de los hombres van a tener un impacto sobre las formas de vivir, enfermar y de buscar ayuda ante el dolor (físico o emocional), como también las maneras particulares de morir. Ser hombre requiere la superación de pruebas que demuestren que tiene capacidad de esfuerzo, de tolerancia al dolor, que su sexualidad está asociada a su capacidad de conquistar y penetrar a las mujeres y hacer uso de la fuerza si es necesario. Ser hombre es algo que debe ser logrado, conquistado y merecido, y debe ser afirmado no solo por las mujeres sino principalmente por otros hombres; en esta construcción performática identitaria de género se pone en juego la manera en la que los hombres enferman o mueren.
El discurso acerca del cuerpo masculino excluye componentes tales como la prudencia, el autocuidado y la sexualidad responsable, generando así la exposición a vulnerabilidades y riesgos que van a determinar las maneras de enfermar y de morir.
La descripción de las matrices, así como de las “formas” socialmente legitimadas con las que los varones deben desenvolverse para ser reconocidos como tales, son la clave conceptual para que cis vivan, perciban, procesen, resuelvan e imaginen sus cuerpos, sus sexualidades y el ejercicio de su salud.
Cómo enferman y de qué mueren los varones
La evitación de conductas culturalmente asociadas a la feminidad va a determinar las prácticas de cuidado de los hombres y va a modelar también la respuesta del sistema de salud. Según datos de la DEIS, el análisis de los indicadores de mortalidad muestra que la tasa de muertes por causas externas (causas asociadas al ejercicio de la violencia y a las conductas de riesgo) en el grupo de hombres es de 70,10 por cada 100.000 mientras que la de las mujeres es 3 veces inferior, 20,12.
Mientras que los varones jóvenes mueren por causas asociadas al ejercicio de la violencia, en el grupo de adultos, las principales causas de muerte y enfermedad lo constituyen las enfermedades circulatorias, diabetes mellitus tipo 2, enfermedades hepáticas, obesidad, alcoholismo; son patologías que hoy se engloban en las llamadas enfermedades crónicas no transmisibles, y que muchas veces están asociadas a la probabilidad de padecer disfunción sexual eréctil (DSE). Sin embargo, a pesar de las consecuencias negativas que la DSE representa para un ejercicio saludable y placentero de la sexualidad masculina, esta no aparece enunciada como problema en la formulación de políticas ni en las prácticas de los equipos de salud, ni de las autoridades sanitarias a nivel nacional ni local. A modo de ejemplo, pueden citarse las guías clínicas MAPEC, donde se hacen escasas referencias a la sexualidad masculina que en general están referidas a prácticas heterosexuales.
La falta de preocupación de las disfunciones sexuales masculinas –como un problema menor frente a otras dolencias de la enfermedad de base- no solo visibiliza el padecimiento masculino, sino que contribuye a reforzar la dificultad de los varones para reconocerlas como problema de salud y comunicarlas a los prestadores. Por otra parte, los programas de salud sexual y reproductiva, tanto a nivel local como nacional, incluyen a los varones en sus prácticas discursivas pero limitan los servicios de salud reproductiva que siguen estando prioritariamente dirigidos a las mujeres. La cultura organizacional de las instituciones sanitarias restringe también la participación de los hombres en los procesos de embarazo, parto y puerperio, obstaculizando el acceso de los varones a través de una variedad de barreras actitudinales y organizativas.
La operación simbólica que se realiza al excluir a los varones de la atención sanitaria, y al relegar su sexualidad a un lugar secundario, sostiene el ocultamiento de las relaciones de poder que se juegan entre los géneros y que legitiman la exclusión de otros sujetos que reclaman su derecho a la salud y la soberanía sobre sus cuerpos.
El sistema de salud tiene género y es heterosexual
El saber médico sobre el cuerpo biológico se organiza en una lógica binaria (mujer-hombre) y desconoce al cuerpo como deseante. A partir de esta lógica, las instituciones sanitarias, con sus discursos y sus prácticas, contribuyen a la reproducción de las representaciones hegemónicas y dominantes de la cultura patriarcal y al disciplinamiento de los “desvíos”. La masculinidad se instala entonces como norma universal, una norma sin género, naturaliza el privilegio y en este proceso el varón termina siendo, en una misma operación, omnipresente y excluido; en definitiva, no reconocido en tanto cuerpo sexuado.
En las últimas décadas las ciencias sociales, la medicina social y otras disciplinas, como la antropología médica o la psicología, han favorecido la complejización y problematización de los procesos de salud y enfermedad y de los cuerpos que las expresan. Estas nuevas miradas piensan al cuerpo no solamente como una categoría biológica o sociológica, sino como un territorio en el que se superponen lo físico, lo simbólico y lo social. Avanzar en la construcción de un modelo de salud, que responda a las necesidades situadas de la población, requerirá también trascender el modelo médico incorporando otros saberes que permitan ponerle palabras a aquello que ese mismo saber excluye. El “decir” acerca de la sexualidad no alude únicamente al cuerpo biológico, sino que hace referencia a una construcción histórica que organiza un orden de género en el que los cuerpos y sus prácticas están involucrados como sujetos y objetos simultáneamente.
El debate abierto acerca de la legalización del aborto y la movilización del movimiento feminista por el derecho a decidir constituyen una oportunidad para transformar los discursos acerca del poder y la autonomía de los cuerpos. En este proceso, pensar la salud de los varones requerirá de su involucramiento y participación y de que ellos puedan tolerar la incomodidad, sumándose a una lucha por la soberanía de los cuerpos de todos, todas y todes.
· Mónica Oppezzi / María Carlota Ramírez ·
Antropóloga, especialista en Políticas y derechos de la niñez y adolescencia. Docente de la Universidad Nacional del Comahue / Psicóloga, especialista en Género y políticas públicas. Docente de la Facultad de Psicología de la UBA y de la UNLA. Integra el Área de Desarrollo Humano y Salud de FLACSO Argentina.