Lo arbitrario de las periodizaciones historiográficas se atenúa o acentúa cuando se escoge la figura del Estado-Nación. Apelada y denegada, tan artificial como atractiva, de gravitación factual y conceptual, centralidad disciplinar y una complejidad tal que no hace sino traducirse en ductilidad analítica. Las reflexiones sobre salud intercultural sólo muy recientemente han emulado las trayectorias intelectuales que matizan la idea de Estado-Nación como exclusivamente hegemónico, incluso en el marco de la renovación de los estudios indigenistas. Lógicamente, una parte de la explicación refiere a que las prácticas y teorizaciones sobre interculturalidad y salud fueron ejecutadas desde la antropología, mientras que las preocupaciones en torno a las estatalidades anidan en la bitácora de nos, los historiadores. Lo cierto es que la otredad es tan inherente a la interculturalidad como a la hegemonía y la consolidación de los Estados-Nación; lo sanitario es una de las transversalidades insoslayables.
Ni excluyente ni exclusiva, la cualidad de dispositivo de poder de la salud y la enfermedad en escenarios de contacto interétnico se erige como primordial y si de estereotipos se trata, el poder de las enfermedades es asociado exclusivamente a situaciones de conquista (por caso de los territorios incas y aztecas), y la enfermedad como poder es reducida a los focos epidémicos y lo concluyente de su impacto demográfico. Pero las capas coloniales pueden ser infinitas, variadas, subrepticias o grotescas, explícitas o tácitas, además de que lo sanitario –se sabe- es multifacético, polimorfo y sinérgico. Y si bien todo es proceso y continuidad, la historia no sería tal sin el conflicto que fecunda y que la consolidación del Estado-Nación tiene de primigenio, adjetivación que legitima lo abrumador de ciertos impactos, más habiendo comunidades originarias involucradas.
La otredad es tan inherente a la interculturalidad como a la hegemonía y la consolidación de los Estados-Nación; lo sanitario es una de las transversalidades insoslayables.
Primero. La avanzada de fines del siglo XIX sobre las poblaciones indígenas fue certera y total. No se trata de negar el dominio preexistente y mucho menos las implicancias y efectos de los diversos dispositivos de poder que ya incluían dislocamiento y grado variable de concentración demográfica -con su correlato en dispersión de enfermedades- o de alteración sanitaria: reducciones, mita y encomienda, repartimientos y “servicio de indios”, reservas y “reales pueblos de indios”, desarraigo y relocalizaciones de comunidades enteras, prisioneros de campañas militares, víctimas de confinamientos, etc. Pero, la conquista republicana tuvo las suficientes aristas catastróficas como para merecer el rótulo de genocidio, con base en un cambio rotundo en la lógica relacional anterior que más allá de las violencias, comprendía convivencia, negociaciones, intercambios pacíficos y transacciones. La ofensiva no solo incluyó campañas militares, fusilamientos y masacres como la de Pozo del Cuadril (1878, San Luis) que en su momento fue calificada como crimen de lesa humanidad. El Estado-Nación en ciernes, con premura de recursos explotables y exportables, exacerbó la sujeción: humana, civil, étnica. El arco de los dispositivos de poder fue desde el bautismo y la argentinización/omisión censal, hasta el trabajo esclavo y los campos de concentración. Los indígenas -incluidos mujeres y niños- fueron distribuidos en el servicio doméstico y fundamentalmente enviados a trabajar como mano de obra semiesclava a los obrajes y a las zafras azucarera, algodonera y yerbatera: aún en 1936 la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios informaba que “el indio trabaja de sol a sol, sin descanso, mal alimentado, casi desnudo, viviendo en huetes hechas de paja, llenas de piojos y donde se reproducen las más grandes enfermedades infecciosas (…) terminada la zafra los despide dándoles unos trapos viejos y unas moneditas” . A su vez, las almas indígenas se contaron por miles y las condiciones sanitarias óptimas nunca fueron prioridad, incluso a sabiendas de que se perdía mano de obra. Si bien hechos como las masacres de Napalpí (1924) y Rincón Bomba (1947) sobrepasaron toda forma de violencia republicana, pretendemos remarcar los aspectos reduccionales que antecedieron por décadas a estos grotescos y que hacen a la salud: viviendas en pésimo estado, inexistencia de agua potable, desnutrición, ausencia total de atención médica, etc.; condiciones materiales de vida aciagas devenidas estructurales y, por ende, estructurantes. Pero además, las campañas militares acarrearon un factor epidemiológico crucial, siendo la viruela artífice de la crisis demográfica en 1879 de la población nativa. Los indígenas reducidos por el ejército fueron clasificados, seleccionados y deportados hasta los cuarteles de Retiro o hacia la isla Martín García donde esperaban un nuevo destino, por ejemplo en la distribución en la capital como servicio doméstico, en muchos casos estando ya enfermos y en otros sin ser vacunados. Fue en la isla Martín García donde se luciera la viruela, como así lo expresan los libros de defunciones y de bautismos, la mayoría efectuados en situaciones de urgencia ante la epidemia que se expandió en la isla entre enero y marzo de 1879. Pero, como dijimos, lo sanitario no es solo linealidad y la morbilidad no se mide exclusivamente en infecciones. La salud-enfermedad como poder se activó también vía la sedentarización, las desarticulaciones étnicas, los desmembramientos familiares, el desarraigo y los consecuente “abatimiento moral”, “desgano emocional” e impacto psicológico y sus múltiples secuelas que la perspectiva tradicional y biologicista recuperó especialmente en términos de disminución de la tasa de reproducción.
Lo sanitario no es solo linealidad y la morbilidad no se mide exclusivamente en infecciones.
Segundo. La consolidación del Estado fue efecto y causa de la euforia capitalista y el ingreso a la División Internacional del Trabajo, y su modernización -con base en el auge demográfico y económico del litoral- conllevó la planificación de políticas sociales acordes. El Estado moderno constitutivamente ejecuta una protección social distintiva, ya no a modo de respuesta a situaciones extremas sino desde un posicionamiento ideológico, con un diseño normativo e institucional útil a la integración social en función de las “degeneraciones” propias del devenir capitalista. El paradigma de la caridad comenzaba a ser cuestionado y los sistemas mutualistas o de protección social comunitarios eran insuficientes ante la necesidad de una masa trabajadora saludable o las consecuencias cotidianas del acelerado proceso de urbanización. Además, a la emergencia y urgencia de las epidemias (entre las que sobresalieron la mencionada de viruela en 1879 y la de fiebre amarilla en 1871 que diera origen al cementerio de la Chacarita) se sumaba lo estructural de las endemias: la prédica higienista de prevención (evitar el hacinamiento, crear espacios al aire libre y alejar posibles lugares de contagio como hospitales, cementerios, mataderos e industrias) debía complementarse con la puesta en práctica de obras de saneamiento urbano (agua potable, cloacas, recolección de residuos, etc.), campañas de desinfección, de vacunación y -lógicamente- con la constitución de un sistema sanitario. La consolidación del Estado implicó demandas, debates y acciones en pos de la gestación de una estructura sanitaria más o menos centralizada, de impacto portuario y federal, más o menos eficiente y eficaz, más o menos perdurable, preventiva e integral, donde –por caso- la creación del Departamento Nacional de Higiene (DNH) en 1880 fue tan solo una expresión –aspiracional y concreta- de la institucionalización de la salud pública, de una burocracia sanitaria.
Tercero. Una de las posibles vinculaciones entre los ítems antedichos radica en la articulación entre lo biológico y lo social en cuanto a cómo opera la mortalidad como indicador de salud (en términos de transiciones), en situaciones de aparente alto impacto étnico y en escenarios de lábil alcance de la estructura sanitaria, con la correspondiente incidencia de la no existencia de medicalización o tratamiento. Al último cuarto del siglo XIX aplicaría la generalización empírica de la transición demográfica según la cual las sociedades adquieren el control social de la mortalidad y la natalidad en su proceso de desarrollo económico-social, en su paso de lo “tradicional a lo moderno”. En Argentina este modelo no se dio de modo ortodoxo puesto que mortalidad y natalidad descendieron paralela y no sucesivamente, porque la inmigración compensó lo antedicho y mantuvo el crecimiento demográfico, impactando urbana y sanitariamente, y porque las enfermedades infecciosas sostuvieron su gravitación y retrasaron hasta 1900 la estabilización de la ya iniciada tendencia declinante en mortalidad. Así, la mortalidad –aunque como factor aislado reviste escasa complejidad analítica-, para este lapso histórico constituye un indicador de relevancia desde el tamiz de la inevitabilidad y la homogeneidad de la transición epidemiológica, justamente por la incidencia de patologías infecciosas y las epidemias, característicos de la primera etapa transicional. Pero además, en los territorios de reciente incorporación al Estado-Nación, la accesibilidad al entramado sanitario nacional era reducida o nula y la no/inadecuada atención, determinante. En los Territorios Nacionales la atención dependía casi exclusivamente de un solo médico, el de la gobernación, de la medicalización itinerante –cuyo auge se dio entre 1904 y 1916 y especialmente desde la asunción como director del DNH en 1910 de José Penna- y de las asistencias públicas creadas mayormente recién en 1912-1913.
Las interpretaciones de los cómo y los por qué, en este caso desde perspectivas tales como la transición sanitaria o la transición en la atención sanitaria, son de utilidad para vislumbrar los determinantes sociales de la enfermedad, pero no logran neutralizar necesariamente la impronta de lo étnico y las explicaciones de la mortalidad indígena en general fueron simplistas, monocausales y convenientemente negadoras de las articulaciones entre variables económicas, sociales, culturales, políticas y profesionales. En algunas áreas, la consolidación del Estado-Nación se profundizó paralela y articuladamente con el contacto interétnico, otorgando un cariz iniciático a la conquista republicana que se reflejó capciosamente en la aprehensión biologicista de los efectos sanitarios de la misma. El ejemplo paradigmático es el de Tierra del Fuego, donde la crisis demográfica de la población selk’nam y el rol de la tuberculosis se leyeron hasta hace muy poco desde la responsabilidad étnica y la negación de factores como el hacinamiento, el estrés nutricional o la sedentarización en general. Insistimos, no se trata de ubicar la antítesis de lo social ante la tesis de lo biológico, sino de no descuidar la síntesis: la ductilidad de las categorías contextualización -que no es fragmentación- y social, se refleja además en la posibilidad de contener el sustrato biológico de la salud y la enfermedad, de “la historia natural de la enfermedad” y de no descuidar la perspectiva inmunológica. Más allá de la trayectoria y co-evolución entre hospedador y patógeno, en estos casos de contacto interétnico, la historia inmunológica y la estructura genética de la población hospedadora adquieren tanta dificultad de análisis como relevancia, y cabe remarcar que reconocer la homogeneidad inmunológica de las poblaciones como facilitadora de la dispersión y/o virulencia de los patógenos no es incompatible con la visualización de la causalidad social en el desarrollo, dispersión y contagio de una patología o el impacto de lo social en el sistema inmunológico de las poblaciones.
Las explicaciones de la mortalidad indígena en general fueron simplistas, monocausales y convenientemente negadoras de las articulaciones entre variables económicas, sociales, culturales, políticas y profesionales.
Cuarto. Y derivado de los anteriores. El arraigo de la “comunidad imaginada” requería de seres nacionales, ciudadanos que configuraran una patria con diversas acepciones de sanidad, no solo la concerniente a la masa trabajadora. Al “caos racial” de la realidad inmigratoria contraria a la planificada que validaba una psicología social con clave eugenésica, se sumaba la extrema otredad de los sujetos/objeto recientemente anexados y que exultaba al darwinismo social imperante. El halo civilizatorio convirtió al indígena en una figura científicamente ambigua, pero ideológicamente coherente: como expresión de lo prístino y exótico, caía víctima de estudios antropométricos y biotipológicos; de una conveniente estigmatización arqueologizante, compatible con su presencia en los museos. Como ente homogeneizable, mimetizable, “a mejorar”, se le aplicó una “especie de inclusión por asimilación no desprovista de violencia”. La coetaneidad de las simbolizaciones de raíz positivista del Estado-Nación y la teoría del germen vía bacilo de Koch imprimió al período una soberbia biologicista dialécticamente conjugada con la profesionalización y jerarquización de la medicina. El entusiasmo del progreso eterno y el dominio de las enfermedades devino control biopolítico de los cuerpos y la racionalidad médico-científica hegemónica -estatal y nacional-, proscripción de las prácticas y terapias curativas de las comunidades. Como parte de la desvalorización sistemática de las prácticas culturales de los vencidos, sus concepciones sanitarias –“atrasadas y bárbaras”- fueron invisibilizadas, sus remedios y terapias “conquistados” en pos de la universalización de la biomedicina y la homogeneización de lo patológico, ya no en términos de transiciones epidemiológicas sino de culturas médicas. La desarticulación de las redes sociales implicó además la ausencia de las personas encargadas de efectuar las prácticas curativas, potenciando el pinzamiento mediante el cual se limitó a las comunidades en el acceso a los recursos necesarios para desenvolverse étnico-sanitariamente, a la vez que no se les garantizó el acceso a los servicios “occidentales”.
El entusiasmo del progreso eterno y el dominio de las enfermedades devino control biopolítico de los cuerpos y la racionalidad científica hegemónica, proscripción de las prácticas curativas de las comunidades.
A modo de cierre. Que el momento aquí esbozado tuviera tanto de taxativo y de irrefutablemente disruptivo fundamentó una realidad de genocidio y una narrativa de extinción que el siglo XX no hizo más que potenciar. No es el filtro de la historización lo que lo vuelve estereotipado y grotesco, sino su innegable cariz fundacional. Pero así como el Estado-Nación ya ha sido descalificado como figura exclusivamente hegemónica, la salud intercultural –avanzando el siglo XXI- comienza a recibir pinceladas que alteran su cromos romántico. En el medio, el lento y tenaz resistir de las comunidades, su empoderamiento y su reemergencia en el marco de un retorno democrático que –justamente- habilita aprehender al Estado como fluctuante. Una vez más, lo dicotómico esteriliza y la homogeneización –sincrónica y diacrónica- simplifica. Y así, con todo lo negativamente determinante que fue el Estado-Nación en su etapa de consolidación, obtiene la posibilidad de resarcirse en una América Latina de innmutable matriz capitalista, pero de alternancias gubernamentales. El rigor del neoliberalismo del siglo XXI, su extractivismo exacerbado en un milenio de recursos agotados y su expoliación transnacionalizada autora de ambientalistas asesinados, redimen al que en los 90 por omisión favoreciera la visibilización de la salud intercultural. Allende la astucia discursiva legitimadora de los organismos internacionales -con sus indígenas pintorescos y multiculturalidades fragmentadoras- el margen de reemergencia incluyó lo sanitario como práctica y como concepto: “la cobertura de los servicios de salud en las comunidades indígenas adquirió resonancia pública (…) y el estado de salud de la población indígena ingresó paulatinamente en los ámbitos de gestión como asunto que debía ser atendido”. Los propios indígenas se configuraron como actores políticos involucrados en la implementación de agendas públicas, y la conformación de una red de agentes sanitarios indígenas o el diseño de acciones sanitarias y el armado de áreas programáticas específicas discurrieron orquestadamente con el enfoque intercultural en salud, con la operación reflexiva y conceptualizadora.
Si bien la aproximación etnográfico-antropológica lleva presente más de medio siglo en los textos académicos y discursos oficiales, y como materialidad la salud intercultural es tan antigua como el contacto interétnico mismo, la potenciación facto-intelectual del enfoque intercultural en salud de los últimos años permitió ajustar criterios, relaciones, juicios y nociones. Si bien los vínculos entre las saludes y las medicinas –como todos los vínculos- son fluidos y fluctuantes en verticalidad y absolutismo, valoración del otro o su sujeción, apropiación de saberes o consideración altruista, el presente nos pilla en el punto justo de la autoconciencia disciplinar y política. Y entonces, sin desestimar ni subestimar lo que de antagonismo poseen las esferas “occidental” e “indígena”, se trata de no condenar al Estado-Nación y no romantizar todo lo potencialmente rotulable como indígena. Porque las hegemonías son multidireccionales y las otredades también, y la soberbia de lo biomédico no aplica solo a sujetos clasificables étnicamente, del mismo modo que la organización comunitaria no implica democratización de saberes, ausencia de jerarquías y conflictos o asepsia occidental. Porque hay tantas racionalidades como sociedades, pero que además se mimetizan con la fluidez de la cultura portadora e incurren en intersecciones étnicas o mestizajes. Porque lo intercultural se solapa con lo económico, lo político, lo ecológico y lo social, pero también con lo demográfico y epidemiológico, “lo de clase” y “lo de Nación”, pero también “lo de género” y “lo de corporativo”. Porque en definitiva todo es cambiante, complejo, multifacético, social y sinérgico y ya no quedan tipos ideales a los cuales responder. Y entonces las interacciones inter e intra bloques no son estériles, pero tampoco estáticas y más en una arena dilemática y grotescamente ética como la salud. Porque étnico no es genética y social no es a-inmunológico -como inmunológico no es a-social-, del mismo modo que los límites entre lo biológico y social en términos amplios se desdibujan, anulando muchos sentidos comunes y jaqueando incluso certezas etiológicas o definiciones de alopático. Porque es el Estado el que en el marco de decidir planificar, ejecutar y jerarquizar la salud pública, adquiere la capacidad de asegurar el respeto de lo intercultural y en este sentido, de regular los modos y el impacto del accionar médico, pero también de estimular su formación intercultural y dignificar su rol material y simbólico de diagramar y financiar programas y solventar instituciones adecuados, entre tantas acciones. Porque la salud como dispositivo de poder ha trocado sus agentes de dominación y de normativización y entonces la mano medicalizadora y biomédica ya no es algo tan vasto y vacuo como “occidente”. Urge recuperar –material y conceptualmente- al Estado-Nación como antagonista relativo del capital, lógico garante de derechos y ente decisor y gerenciador horizontal y vertical de epidemiologías críticas y medicinas sociales.
· Romina Casali ·
Profesora y Doctora en Historia por la UNMdP. Investigadora Adjunta del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas); grupo NEIPHPA (UNICEN). Integrante de EnTrama Salud. romina.casali@gmail.com