Todo comenzó cuando en 1780 el Virrey Vértiz instaló en Buenos Aires el Tribunal del Protomedicato, cuyas funciones y facultades permiten considerarlo el primer organismo de salud pública de nuestras tierras. Fue la institución encargada de la salud pública y de la formación de médicos desde el 17 de agosto de 1780 hasta el 11 de febrero de 1822. También contaba con un tribunal especial para castigar las faltas cometidas por los facultativos y para perseguir a los curanderos. El primer protomédico fue Michael O‘Gorman (1749-1819) de origen Irlandés, que había estudiado en París y Reims, y quien llegó al Río de la Plata en 1776.
En los últimos años de la colonia y los primeros de nuestra patria, la intervención del Estado en la salud fue impulsada por las epidemias y grandes catástrofes tanto naturales (sequías, inundaciones y terremotos) como humanas (guerras y revoluciones). En Argentina los primeros hospitales públicos surgieron para atender a ex combatientes de las campañas del desierto emprendidas por Juan Manuel de Rosas.
En 1871, una epidemia de fiebre amarilla asoló Buenos Aires. Fue la gota que colmó el vaso en una sociedad que ya había sufrido varias epidemias a lo largo del siglo. Murieron 13.614 personas sobre una población de 187 mil habitantes. Algunas de las principales causas de la propagación de esta enfermedad, transmitida por el mosquito Aedes Aegypti fueron: la provisión insuficiente de agua potable; la contaminación de las napas de agua por los desechos humanos; el clima cálido y húmedo en el verano; el hacinamiento en que vivía gran parte de la población de Buenos Aires sin que se tomaran medidas sanitarias para ellos, la llegada de inmigrantes europeos de bajo nivel social y con bajo conocimiento higiénico, que ingresaban en forma incesante a los conventillos de la zona más sureña de la ciudad; los saladeros que contaminaban el Riachuelo —límite sur de la ciudad—, el relleno de terrenos bajos con residuos y los riachos —denominados «zanjones»— que recorrían la urbe infectados por lo que la población arrojaba en ellos. Durante toda la epidemia se desconoció la causa de la enfermedad (un arbovirus) y su vector el mosquito Aedes Aegypti (recién descubierto en 1886 por el médico cubano Dr. Carlos Filay).
Muchos de los integrantes de las clases más acomodadas abandonaron la ciudad o se desplazaron al norte de la misma incluido los que eran en ese momento el presidente y vice de la Nación. Domingo F. Sarmiento y Adolfo Alsina huyeron junto a sus Ministros y colaboradores más directos, dejando a la ciudad literalmente librada a su suerte. Por esta razón la ciudadanía se movilizó a la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) y allí unas 8.000 personas decidieron conformar una Comisión Popular presidida por el Dr. Roque Pérez (quien a la postre también fallecería durante la epidemia), que con notable decisión y con acciones de notable heroísmo trató de llenar el vacío dejado por el gobierno ausente y ocuparse de la situación de emergencia. La enfermedad se auto limitó por la muerte de los mosquitos al comenzar los fríos del invierno.
Los valientes médicos, con pocas a nulas herramientas, siguieron atendiendo a sus pacientes mediante tratamientos empíricos, siendo muchos de ellos víctimas directas de la enfermedad. Entre los médicos que fallecieron en labores para contrarrestar la enfermedad reconoceremos los apellidos que dieron nombre a muchas de las calles de Buenos Aires y a los hospitales que a posteriori fueron construidos. Fallecieron: los doctores Manuel Gregorio Argerich, su hermano Adolfo Argerich, Francisco Javier Muñiz, Zenón del Arca, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires—, Caupolicán Molina, Ventura Bosch, Sinforoso Amoedo, Guillermo Zapiola y Vicente Ruiz Moreno. Otros médicos permanecieron en su puesto y sobrevivieron (incluso algunos que habían acudido a ayudar desde otros lugares del país), ellos fueron Pedro Mallo, José Juan Almeyra, Juan Antonio Argerich, Eleodoro Damianovich, Leopoldo Montes de Oca, Juan Ángel Golfarini, Manuel María Biedma y Pedro A. Pardo. Tomás Liberato Perón (abuelo del que fuera tres veces presidente, Juan Domingo Perón).
De allí en más se tomó una cierta conciencia de lo que significaban para la población las epidemias. Se comenzaron planes de obras de saneamiento sanitario en la ciudad: agua potable y red cloacal para suplantar los pozos ciegos, mejoraron el manejo de los residuos, así como se emprendió la construcción de hospitales y cementerios (el cementerio de la Chacarita fue construido durante el pico de la epidemia al no dar a basto los hasta esa fecha existentes).
Durante el tiempo que fue conocido históricamente como el de La generación del ’80 (de 1880 a 1916), caracterizado por estar en el poder gobiernos de corte liberal y conservador, dada la alta desigualdad, debieron enfrentar la agitación social encarnada por los movimientos obreros anarquistas. Ante el constante cuestionamiento de las clases populares, en 1904 durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, el ministro de educación Joaquín V. González le encargó al médico, abogado y profesor catalán Juan Bialet Massé la elaboración de un informe sobre las condiciones de vida de la población obrera en todo el país.
Bialet Massé recorrió en barco, en tren, a caballo y a píe unas nueve provincias en menos de 90 días. Entrevistó a funcionarios locales, trabajadores y dueños. Vivió con los trabajadores y realizó sus mismas tareas. No se comportó como un intelectual jugando al obrero, se tomó muy enserio lo que se le había encargado y realizó la mayor cantidad de los trabajos posibles. Lo hizo en ingenios de azúcar, en la cosecha, participó de la estiba, durmió en galpones, vivió con los indios, con obreros criollos y con extranjeros. Además de charlar con los trabajadores, los midió, los pesó. Calculó sus fuerzas, el promedio de fuerza necesaria que cada uno realizaba diariamente, calculó el peso límite de una bolsa en la estiba, la cantidad de calorías necesarias para reproducir la fuerza de trabajo. Después de toda esta tarea concluyó que trabajar en estas condiciones afectaba fuertemente la salud de los trabajadores y acortaba en muchos años su sobrevida.
El trabajo fue terminado y entregado en dos completos volúmenes en 1905, siendo lapidario en sus descripciones y conclusiones. El informe señala “el trabajo del peón de campo puede compararse con la esclavitud, no goza siquiera del principio de la seguridad del trabajo, obtiene por ello bajísimos salarios que lo mantienen en absoluta dependencia, y además debe sufrir el mal trato por parte de los capataces que responden absolutamente a las órdenes de los latifundistas”. También destaca “No eran pocas las mujeres que cargaban con el sostén de la familia, con la rudeza de la vida; de aquí que aceptaran resignadas que se pague su trabajo de una manera que sobrepasa la explotación con tal de satisfacer las necesidades de los que ama. Prescinden de lo que necesitan hasta la desnudez y el hambre. Trabajan a destajo por centavos para vestir a sus hijos y no pocas veces para alimentarlos”.
El trabajo de Bialet Masse fue entregado en tiempo y forma al Ministro Joaquín V. González pero durmió en un cajón el sueño de los justos hasta 1907, cuando un poco por obligación, se creó el Departamento Nacional del Trabajo que tenía como objetivo intervenir en el ámbito de las relaciones laborales. El instituto, con pocos recursos y sin ostentar ningún poder efectivo, tuvo poca trascendencia.
Cabe destacar que en el siglo XIX y principios del XX el modelo de salud pública en Argentina se limitó al rol de “policía médica ante las epidemias y enfermedades” y se ocupaba en transformar a los pobres en más aptos para el trabajo y menos peligrosos para los ricos. En ese tiempo la salud pública no ocupaba el rol de proveedor, financiador o regulador de los precios del sector.
Vale mencionar que contemporáneamente comienza la actividad de las colectividades extranjeras. La medicina mutual surge con la incorporación masiva de inmigrantes que fundaron sociedades de socorros mutuos basadas en el agrupamiento por colectividades o agrupaciones a veces religiosas: el Hospital Italiano, el Hospital Español, el Hospital Británico o el Francés. Compensan la orfandad de servicios de salud para las clases populares y, pasada una veintena de años, pierden un poco su importancia dentro del sistema, especialmente por el desarrollo avasallador de las obras sociales.
Las obras sociales se iniciaron mayoritariamente vinculadas a la acción de asociaciones gremiales de trabajadores. A partir de la década de 1940, el Estado – que ya tiene otra mirada sobre la salud – toma intervención en el tema y con diferentes medidas de gobierno convalida legalmente la existencia de las obras sociales existentes a la vez que crea otras nuevas. El Decreto 30.655 de 1944 crea la Comisión de Servicio Social con la finalidad de “propulsar la implantación de Servicios Sociales en los establecimientos de cualquier ramo de la actividad humana donde se prestan tareas retributivas”. Esta normativa alentó indudablemente la gestación y crecimiento de diversas obras sociales sindicales en el mismo momento en que el Estado creaba otras por ley o decreto. Ejemplo de estos últimos casos son los decretos 9.644/44 (Ferroviarios), 41.32/47 (Ministerio del Interior). 18.484/48 (Secretaría de Trabajo y Previsión), 18.909/48 (Agricultura y Ganadería) y 39.715/48 (Educación) y las leyes 13.987 y 14.171 (Bancarios),14.056 (Vidrio) y 14.057 (Seguros).
En esos tiempos confluyen una serie de factores que dan como consecuencia el surgimiento de las políticas sanitarias impulsadas por el Dr. Ramón Carrillo, la Medicina Social. El considerado “padre del sanitarismo en la Argentina” fue un destacado neurólogo y neurocirujano que llevó a cabo una transformación sin precedentes en la salud pública de nuestro país, desde una concepción primariamente social de la medicina. Creía que ésta debía orientarse “no hacia los factores directos de la enfermedad –los gérmenes microbianos– sino hacia los indirectos. La mala vivienda, la alimentación inadecuada y los salarios bajos –sostenía– tienen tanta o más trascendencia en el estado sanitario de un pueblo que los agentes biológicos más virulentos”
En 1946 el Presidente Perón lo designó al frente de la Secretaría de Salud Pública, más tarde elevada al rango de ministerio (Carrillo fue el primer Ministro de Salud de la Nación Argentina). Durante los ocho años de gestión, en combinación con la Fundación Eva Perón, realizó una tarea titánica. Entre 1946 y 1951 se construyeron 21 hospitales con una capacidad de 22.000 camas. La fundación construyó policlínicos en Avellaneda, Lanús, San Martín, Ezeiza, Catamarca, Salta, Mendoza, Jujuy, Santiago del Estero, San Juan, Corrientes, Entre Ríos y Rosario. Se estableció la gratuidad de la atención de los pacientes, los estudios, los tratamientos y la provisión de medicamentos. Un novedoso tren sanitario recorría el país durante cuatro meses al año, haciendo análisis clínicos y radiografías y ofreciendo asistencia médica y odontológica hasta en los lugares más remotos del país a muchos de los cuales nunca había llegado un médico.
Se lanzaron planes masivos de educación sanitaria y campañas intensivas de vacunación, con lo que en pocos años se logró la erradicación del paludismo, la eliminación de las epidemias de tifus y brucelosis, se logró combatir casi por completo la sífilis y disminuir la incidencia de la enfermedad de Chagas-Mazza. Además, el índice de mortalidad por tuberculosis se redujo en un 75 por ciento y la mortalidad infantil descendió a la mitad. Se crearon más de 200 centros de atención sanitaria en todo el país y más de medio centenar de institutos de especialización. Se creó la escuela nacional de enfermería “Eva Perón”, capacitando a miles de mujeres para cubrir las grandes falencias que hasta ese momento existían en esa rama de la medicina.
Carrillo impulsó la creación de la Empresa de Medicamentos del Estado Argentino (EMESTA), primera fábrica nacional de medicamentos ideada para el abastecimiento de remedios a bajo precio. También apoyó a laboratorios nacionales, a través de incentivos económicos, procurando que la población tuviera acceso a los remedios.
Los avatares de la política lo llevaron al exilio en 1955 y termino muriendo al borde de la pobreza, en el medio de la selva, el 20 de diciembre de 1956 a los 50 años, tras sufrir un accidente cerebrovascular mientras trabajaba para una empresa minera estadounidense que tenía un emprendimiento a unos kilómetros de Belem do Pará, en Brasil. Ramón Carrillo murió, pero dejó un legado fundamental que distinguió al sistema sanitario Argentino por encima de todo el continente latinoamericano.
Es importante destacar que en nuestro país recién se mencionó en la Constitución de 1949 “la salud como un derecho para todas las personas”. Hasta ese momento legalmente se trataba de una cuestión de derecho privado y corría por obligación de cada una de ellas. Al concluir abruptamente este período, la integración del sistema sanitario resultó incompleta, quedando como rezago la coexistencia de dos subsistemas de protección social en salud (el de la asistencia pública y el de las obras sociales). La particularidad en la argentina reside en la dificultad para construir puentes de integración entre ambos. Mientras cada uno atendía su juego, ambos perdían, porque sus costos operativos se disparaban al tiempo que se duplicaban estructuras prestacionales.
De la misma forma que las obras sociales (o sus dirigentes y beneficiarios) no se preocuparon por el progresivo desfinanciamiento de los servicios públicos, las estructuras gubernamentales resultaron mutuamente insensibles al “descreme” de las obras sociales a favor del sector privado (proceso por el cual los mayores aportantes migraron a sistemas de cobertura más exclusivos y de financiamiento privado). De esta forma surge un tercer actor de cobertura sanitaria en Argentina: el de las empresas medicina prepaga. Este sistema tuvo un gran crecimiento en los últimos 20 años a expensas de las falencias manifiestas de los dos sistemas antes mencionados. A las prepagas se adhirió progresivamente la mayoría de la clase media del país y el sector colaboró a instalar la creencia de que la medicina es una mercancía y no un derecho de las personas.
Al quedar compartimentado en tres el sistema de atención sanitaria, eliminó el concepto de solidaridad que se manifiesta cuando tanto ricos como pobres concurren a los mismos servicios, y representaría para las autoridades un alto costo político permitir el deterioro de la calidad de las prestaciones que deben brindarse.
En contrapartida, si los servicios públicos sólo atienden a quienes resultan excluidos de las obras sociales o de las prepagas, los usuarios de los servicios públicos pasan a ser solo los “carenciados”, lamentablemente para muchas de las administraciones pierde prioridad política y en la mayoría de los casos registra un deterioro progresivo. Cuando les toca gobernar a partidos políticos con poca vocación distributiva, las escuelas y hospitales públicos se desfinancian y decae la calidad de sus servicios. En esto también influye que los sectores más acomodados de la sociedad encuentran una salida mediante la educación y la salud privada, resquebrajando su lealtad a la respuesta común.
En la actualidad en Argentina nos toca vivir un momento sanitario muy complejo, donde el estado Nacional se desentiende de la obligatoriedad de solventar y administrar el sector público de asistencia sanitaria. Al descalabro también influyó el traspaso de los hospitales nacionales al ámbito de las provincias, cosa que no ha hecho más que agravar la falta de recursos y la desigualdad entre ellos. Donde las estructuras de las diferentes coberturas se encuentran compartimentadas sin aprovechar el concepto de complementariedad; donde el gasto global de salud es alto y su nivel de respuesta bajo comparado con países similares; donde las prepagas están cartelizadas y habilitadas para aumentar la cuota a sus afiliados como mejor les parezca; donde el gasto en salud está mal distribuido y en muchos aspectos derrochado; donde los mayores costos recaen en el pago de precios exorbitantes de los medicamentos y en la creciente aparatología de alta complejidad; donde por una cuestión de rentabilidad sólo el sector público se ocupa de la prevención (vacunación, control nutricional, detección temprana de patologías, educación para la salud, saneamiento del medio ambiente, etc.) dejando grandes huecos por donde se cuelan riesgos y enfermedades que posteriormente deberán ser tratadas, teniendo como consecuencia mayor morbi mortalidad, y al fin también mayores gastos. La forma en que actualmente está planteado el sistema de salud es una clara expresión de la desigualdad que se vive en nuestra sociedad.
Tenemos por delante el desafío de retomar el camino correcto y valorar la salud pública en su justa magnitud. Necesitamos que el estado cumpla el rol de regular el funcionamiento de los diferentes subsistemas, y que regule tanto el valor de las prestaciones como el costo de los medicamentos, mediante el fortalecimiento de sus propios servicios. La Argentina debería tener la oportunidad de volver a discutir un seguro nacional de salud que incluya a toda la población. Es un anhelo que a quienes les toque tomar las decisiones que nos involucran a todos, se encuentren a la altura de las circunstancias, valoren adecuadamente la salud de la población y no se dejen doblegar por el poder económico de los que utilizan la salud solo como una mera mercancía.
Dr. Ruben O. Rafael es Médico especialista en Medicina Laboral. Ex Ministro de Salud y Acción Social de la Provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur.