Archipiélagos hospitalarios

Impresión publicada en 1790. Imagen tomada de National Geographic.

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La universalidad de los Derechos Humanos fue modificándose por demanda de colectivos y grupos sociales que quedaron fuera de la medida del “hombre” como parámetro homogéneo. Poblaciones racializadas, mujeres, personas lgbtiq+, migrantes, etc fueron demandando que se inscriban también sus derechos. ¿Cómo aparecen estos movimientos en la atención de la salud? ¿Se trata de abrir espacios específicos, así como se hicieron declaraciones específicas? O de construir redes que permitan ver a la vez lo particular de cada quien sin perder de vista la común humanidad.

En 1791, en el preámbulo de lo que va a ser su propia declaración, Marie Gouze, mejor conocida como Olympe De Gouges, interpela: Hombre, ¿eres capaz de ser justo?” “Quien pregunta, es una mujer. Por lo menos no le privarás de ese derecho”. 

Una visionaria, escritora, filopolítica y pensadora. Una influencer en las formas, con panfletos en las calles y a través de guiones en obras de teatro, difundió sus ideas. Por la revolución, por los derechos de las mujeres, de las personas negras, en contra de la esclavitud. Olympe, quien la veía venir, escribe la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.

Es que dos años antes, en 1789 y luego de tomar la Bastilla, los revolucionarios franceses construían y le daban forma, mediante una serie importante de documentos, a la nueva organización social. En lo que se considera un hito para el derecho internacional de los derechos humanos, aprueban también la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y afirman que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho”.

Olympe, bajo la sospecha de no quedar incluida en la categoría “hombre” o “ciudadano”, redactó su manifiesto. Una copia mejorada de la anterior. Una estrategia para asegurar que quienes, como ella, habían luchado, no vean postergada la posibilidad de ver reconocida su capacidad, su identidad y sus derechos en los comienzos de la modernidad.

Su declaración no sólo no se aprobó, sino que, tiempo después, Olympe murió decapitada, asesinada en la guillotina. Porque los franceses eran revolucionarios, pero también machistas. A nivel internacional, y en los años que siguieron, existió una especificidad en la regulación jurídica internacional de los derechos humanos. Declaraciones, tratados internacionales y convenciones específicas: para las mujeres, para los niños, los refugiados, personas migrantes. A medida que el contexto, las luchas, la coyuntura y los acuerdos lo permitieron, se aprobaron instrumentos específicos de protección.

En un día como hoy, 10 de diciembre, se conmemora el Día Internacional de los Derechos Humanos. Un campo del que tanto se habla, pero tan poco se sabe. Derechos que aspiran a ser para todos, pero que todavía les faltan. Hoy sobre todo. La génesis de la fecha la establece Naciones Unidas, en conmemoración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada en 1948.

Universal, como la “Ley Sáenz Peña” en nuestro país, aprobada en 191212 para garantizar el voto secreto, obligatorio y “universal”. Un absoluto que no incluyó a todos los hombres y definitivamente excluyó a las mujeres. Si ese “todos” tan abstracto y con pretensión universal, si ese “todos somos iguales ante la ley” hubiera bastado, nada de este proceso hubiera sido necesario. Pero, en gran parte, el derecho es una ficción. Una construcción. 

El pedido por lo específico se tradujo en las luchas sociales o viceversa. Apareció en sus demandas. Y con ello, /en hacía/en el Estado. A sus ravioles, su organigrama. A las políticas públicas. Al mismo Estado que ahora atacan y que también quieren destruir. Construyen mitos sobre privilegios y profundizan las diferencias ¿Son acaso las políticas específicas un problema? ¿Nos podemos desdecir? ¿Cómo hacer “lo universal” pero sin dejar a nadie afuera? ¿Se puede hacer distinto?

Identidades políticas, políticas identitarias. Historias de lucha, de explotación, exclusión y búsqueda de reconocimiento. Una discusión que no es gramatical. Ni por la “A”, ni por la “O”; por el poder. Lo que está en juego es la inclusión, la ciudadanía y los derechos. ¿Quién tiene derecho a vivir y quién define esa existencia? 

En salud dimos un paso más. Con nuestras lógicas, marcamos la población objetivo. Neos para bebés, y luego que entren los pediatras. ¿Le siguen generalistas? ¿Los clínicos? La categorización no sólo es por edad: hasta acá te atiendo, hasta acá ya no. También organizamos los servicios y con la carne delimitamos las fronteras. El biologicismo del modelo médico hegemónico nos enseñó a curar, a solo ver la enfermedad. Si es el riñón, el corazón, o es el cerebro. Salud mental, por otro lado. 

Las demandas por políticas identitarias también calaron en nuestro campo. Los pedidos eran para que se deje de excluir. De esta forma, surgieron estrategias para acompañar, para garantizar un poco de acceso. Estrategias transitorias que en parte funcionan pero nos vuelven a fragmentar. Servicios para quienes viven con VIH, para travestis y trans, para abortar o poder parir sin violencias. Consultorios para las putas, circuitos específicos para los “presos”. 

Y empezamos a discutir, si la salud pública es para nacionales o también para extranjeros. “Que esta se bañe” o no la atiendo. El racismo, las violencias, las jerarquías. Algunas joyitas de la salud o en realidad de lo social. La idea del otro, como un extraño: “Que me roba mis derechos” “que tiene privilegios”. No nos ayuda. Nos lastima y nos enferma. Para garantizar el acceso y los derechos, construimos islas. Archipiélagos hospitalarios. Y ahí van las personas con mapas, buscándonos, navegando, a veces boyando, ahogándose para poder entrar. 

En salud hay una potencia, una oportunidad ¿la vemos? ¿la podemos aprovechar? Estamos (o podríamos estar) al lado de las personas, en todo su proceso vital. Cuando llega, cuando vive, cuando se está por ir. ¿Cómo traducimos esa cercanía en política universal? ¿Podemos producir salud en vez de curar la enfermedad? En las comunidades. En lo vincular, en la promoción y la prevención. 

Y en los hospitales, con los servicios ¿Cómo volvemos a ser unidad, continente en vez de islas? ¿Hay algún lugar para poder encontrarnos, reconocernos? ¿De qué otra manera podemos organizar nuestras y sus demandas? ¿Pueden las políticas sanitarias transformar las relaciones de poder? Hablamos de un modelo de cuidados. Ya no con consultorios, sino con redes de atención. De un sistema integrado. Al menos estas son algunas de las coordenadas. Discutimos lo universal.  ¿De qué otra forma lo podemos hacer? ¿Se te ocurre algo?

Las redes de cuidado son gestores, equipos, servicios, mecanismos de articulación. Referencias y contrarreferencias que se conocen entre sí, y que,  organizadas, con organización, le allanan el camino a las personas. Para que sus trayectorias no sean «lo que puedan conseguir», lo que en estas islas logran navegar.

Las redes no se circunscriben a los muros, van más allá de las fronteras, de las paredes del hospital, de “mi” salita, de los servicios. Las redes son las que escuchan también a la sociedad civil, que articulan. Que reconocen que las personas usuarias también portan saberes. En sus historias, sobre sus cuerpos. En su propia forma de organizarse y construir. 

Es allanar la información. Es identificar nuestras propias fragmentaciones, nuestras contradicciones, nuestras afectaciones, las implicancias. Es identificar y reflexionar sobre las atenciones inoportunas. Las prácticas de vigilancia, de control, de castigo. Nuestras violencias, entre los propios y los ajenos. Tiene que ver con la posibilidad de hablarnos. De conocernos, de incomodarnos. Como escribió hace poco Lorena Zappoli en una nota sobre Qunita Bonaerense se trata de organizar el acceso, de traer la emocionalidad como una oportunidad para nuevas formas de construir poder, de gestionar y transformar. 

La red es un camino que hacemos y deshacemos. En las redes hay capilaridad. Hay vínculos, afectos y otros modos de hacer, de sentir, de pensar la salud. No somos (sólo) nuestra identidad de género, nuestra edad, el peso o la nacionalidad. El lugar en dónde nacimos. Nuestro dolor de panza o alguna enfermedad. 

¿Cómo no dejar ver estas categorías pero también, más allá de ellas?. De que “yo” y “otro” puedan ser leídos, reconocido como en lo plural. Para intervenir, acompañar, poder cuidar. Es nuestra tarea poder afirmar y devolver humanidad al sistema de salud. Para que la equidad sea la columna vertical y no sólo un ajuste o reparación ocasional. Porque somos humanos y en nuestros derechos, de fundamento, la dignidad.

 

Referencias

  • BALAÑA et al (2018) Salud feminista: soberanía de los cuerpos, poder y organización – 1a ed. – Ciudad. Autónoma de Buenos Aires: Tinta Limón
  • BISSUTTI, César (2019). Límites y paradojas de los derechos humanos como antídoto a la necropolítica. XIX Congreso Nacional de Filosofía – Simposio “Identidad, violencia y exclusión: perspectivas aplicadas desde el pensamiento político contemporáneo”. Asociación Filosófica Argentina (AFRA), Mar del Plata.
  • Traducción. Juan Pablo Pizarro de Trenqualye | Prólogo de Lina Meruane (2019) “Olympe de Gouges”. Ed. Banda Propia .

 

César Bissutti es activista marica, abogado, docente, trabajador de la salud y militante anticarcelario.

@cesarbissutti 

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