Apertura
Cuando nos toca escribir sobre la guerra, si no estamos abocados a la investigación histórica, tendemos a emitir juicios o interpretaciones superestructurales. Enunciamos lo cruel o lo justa que puede ser; analizamos sus causas y consecuencias en términos geopolíticos, económicos o sanitarios. Hablamos de la guerra como algo externo. Nos cuesta concebirla como una coyuntura posible para nuestras prácticas en salud, pese a ser muy probable que en algún momento de nuestras vidas profesionales nos encontremos en un contexto bélico.
Así como está ausente del pensamiento de quienes trabajamos en salud, la guerra falta en los planes de estudio de las carreras universitarias que estudiamos ¿Cuál es la causa y cuál la consecuencia? ¿No pensamos en la guerra porque no nos la enseñan o no enseñamos la guerra porque no pensamos en ella? La pregunta parece difícil de responder pero tal vez podamos intentarlo si lo hacemos a partir de una hipótesis más o menos fundada. Así como el huevo es anterior a la gallina si resolvemos ese dilema desde la teoría de la evolución, diremos que la exclusión de la guerra de los planes de estudio es previa a su ausencia en el sentido común de la fuerza laboral en salud si entendemos que fueron formulados a partir de un perfil de graduado que prioriza el ejercicio liberal de las profesiones y tiende a eludir toda forma de control estatal. Sobre esta base intentaremos construir este breve trabajo.
Una obligación legal ausente de los planes de estudio
Las leyes nacionales de ejercicio de las profesiones de salud incluyen en su articulado la obligación de prestar la colaboración que les sea requerida por las autoridades sanitarias en caso de epidemia, desastres u otras emergencias1. Sin embargo, al revisar los planes de estudios de las diferentes carreras en diferentes universidades, lo mismo que al analizar los estándares de acreditación ante la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria de las carreras declaradas de interés público, este tipo de intervenciones está ausente salvo contadas excepciones. Hasta el momento nunca se llegó a implementar en el país una medida que lleve esta norma a su máximo alcance. Lo más parecido que sucedió fue durante la pandemia de COVID-19 pero afectó casi exclusivamente a quienes trabajaban en el subsector estatal.
¿Cómo harían las y los profesionales para cumplir esa obligación si nunca se les enseñó lo que deberían hacer en esas situaciones de excepción? ¿Por qué excluir esos contenidos de las cajas curriculares si, llegado el caso, todxs estaremos obligadxs a ponerlos en práctica? Es difícil pensar que es por las bajas probabilidades de que se produzca un desastre, especialmente si tenemos en cuenta que suelen estudiarse problemas de salud muy infrecuentes, mucho menos frecuentes que las guerras o las epidemias. Según nuestra hipótesis, la pretensión de formar profesionales liberales hace que queden excluidos temas y abordajes relacionados con la subordinación de las prácticas a las necesidades colectivas y a las prescripciones emanadas del Estado.
La medicina como profesión liberal
Durante el proceso de organización nacional que se inició después de la batalla de Caseros pero especialmente después de Pavón, cuando la provincia de Buenos Aires se incorporó a la República Argentina, tomaron forma jurídica, simbólica y académica las profesiones liberales. Son carreras universitarias de grado cuyo componente “liberal” está definido en este caso por el trabajo por fuera de la relación de dependencia con un empleador, sea estatal o privado, y por la autonomía para fijar los honorarios. La abogacía, la medicina y la arquitectura fueron los ejemplos clásicos. Un poco más tarde se incorporaron las carreras de contador público, veterinaria e ingeniería agrónoma, una relacionada con el desarrollo de la matriz fiscal del Estado y las otras con las necesidades propias del modelo agroexportador.
El surgimiento de la universidad como medio de ascenso social que caracterizó el cambio de siglo tenía a las profesiones liberales como centro y motor. Desde “M’hijo el dotor”, obra teatral de 1903 en que Florencio Sánchez pinta con ironía las diferencias intergeneracionales entre una pareja de pequeños propietarios del campo y el hijo que mandaron a estudiar a la ciudad y “sa mudao hasta el nombre para que no le tomen olor a campero”, hasta el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de 1918, los jóvenes que estudiaban para ser profesionales liberales eran protagonistas por masividad y por prestigio.
Durante el proceso de organización nacional que se inició después de la batalla de Caseros pero especialmente después de Pavón, cuando la provincia de Buenos Aires se incorporó a la República Argentina, tomaron forma jurídica, simbólica y académica las profesiones liberales.
La medicina era al mismo tiempo decana entre las profesiones liberales y las que se encontraban bajo el control estatal. De hecho, la corporación médica tomó forma alrededor de instituciones creadas por el Estado, como la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, que hasta 1877 fue el único centro formador de médicos del país. Allí convergía la figura del médico político, que en las sucesivas figuras de Rawson, Wilde o Ramos Mejía mostraban una élite participando activamente de la construcción y la gestión del Estado, con la necesidad corporativa de generar un mercado para el ejercicio rentable para el ejercicio autónomo de la profesión2. Esos mismos próceres vivientes de la medicina y la política consolidaron un discurso que emparentaba la salud con la solvencia económica y la enfermedad con la pobreza material y moral (que por lo general eran endilgadas a las mismas personas). Eso tuvo tres consecuencias que delimitaron la conformación de instituciones académicas y sanitarias: 1) los médicos vivirían del cuidado de la salud de las personas pudientes que pudieran pagarles; 2) la atención médica de las personas pobres dependería de la caridad ejercida y financiada por el estado y a la vez subsidiada por los médicos que vivían de otra cosa y donaban su tiempo y 3) el Estado debía intervenir, merced a las disposiciones de la autoridad médica, para resolver especialmente los problemas morales que aquejaban a la población pobre y la hacían susceptible a la enfermedad física y a la desobediencia.
El imperativo de sostenerse a partir del ejercicio liberal de la profesión condicionó que cualquier otra actividad que realizasen los médicos fuera a tiempo parcial y cerca de su lugar de residencia. Avanzado el siglo XX, cuando el trabajo en relación de dependencia fue volviéndose la modalidad predominante, la construcción mítica de la profesión liberal dificultó que médicas y médicos se reconociesen como trabajadores y que pudiesen organizarse como tales para luchar por sus derechos.
Los médicos ante la guerra
Un fenómeno curioso que se observó con el desarrollo de las profesiones liberales fue que quienes las ejercían pretendían mantenerse como parte de la élite intelectual que tomaba las decisiones políticas, es decir que el incipiente Estado Nacional estuviese bajo su dominio o tutela pero, al mismo tiempo, se negaban a ponerse al servicio del Estado cuando éste lo requería. Se hizo bastante evidente en el caso de los médicos que participaban del debate público en muchos temas, cumplían funciones como ministros y directores de diferentes reparticiones pero se escabulleron cuando se los convocó para formar parte de la campaña contra el Paraguay.
Ante la necesidad de formar por primera vez un ejército nacional, se hizo evidente que la cantidad de médicos militares era insuficiente. Como la convocatoria voluntaria fue muy pobre, se reclutó de manera compulsiva a estudiantes de medicina a partir de tercer año. Después de la guerra continuaron los esfuerzos por reforzar el cuerpo de sanidad militar a través de instituciones de formación específica. Así, la guerra se fue volviendo un tema de militares. Esa tendencia no fue cuestionada y estuvo reforzada por el hecho de que, pese a tener un siglo XX muy lejos de ser pacífico, la Argentina no volvió a participar de conflictos bélicos hasta 1982. Al momento de la guerra de Mavinas, una cantidad de profesionales se ofreció de manera voluntaria para colaborar en lo que pudieran pero siempre para acompañar a las tropas desde la asistencia sanitaria.
La existencia de médicos militares vino a subsanar el problema de la asistencia médica para los militares, asumiendo que el teatro de operaciones siempre se encontraría lejos de casa y que el potencial conflicto no afectaría a la población civil. Ya desde entonces, la formación general de los médicos excluía a la guerra. Faltaba, igual que ahora, concebir a la guerra como una situación potencial de desastre total en la que toda la población está afectada.
Perspectivas de futuro
Como en muchas otras dimensiones de la vida social, económica y sanitaria, el período de los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón abrió nuevas formas de pensar el trabajo en salud en relación con el Estado y con la comunidad organizada. Tal vez la experiencia formativa más rica para rescatar de aquel entonces es la de la Escuela de Enfermería de la Fundación Eva Perón. En su plan de estudios, además de estudiar Anatomía y Fisiología e Higiene y Epidemiología, debían cursar Defensa Nacional y Calamidades Públicas. Preparar a las y los profesionales de la salud para intervenir en contextos de desastre y conmoción general es necesario para mejorar el pronóstico sanitario de la población en esas circunstancias y para combatir la actual mercantilización de la salud. Incorporar y reflexionar esta forma especial de prácticas ayuda a pensarnos como agentes del Estado que, trabajando donde trabajemos, tenemos una responsabilidad primaria sobre el cuidado de la salud de nuestro Pueblo.
Nicolás Kreplak es médico sanitarista y Ministro de Salud de la Provincia de Buenos Aires.
Leonel Tesler es médico especialista en psiquiatría infanto-juvenil. Presidente de Fundación Soberanía Sanitaria y Director del Departamento de Ciencias de la Salud y el Deporte de la Universidad Nacional de José C. Paz.