Los relatos sobre violaciones proliferan en América Latina desde la época colonial, y en ellos, tanto los territorios como los cuerpos de las mujeres resultan blanco de penetración y conquista. De ese modo se exhibe un drama que aún nos atraviesa: el del mestizaje/blanqueamiento. El enclave colonialismo- patriarcado, engendra un tipo de masculinidad que parte de la dominación de un patrón colonizador blanco, que oprime y emascula a los varones “no blancos”, y los impulsa a reproducir y exhibir su capacidad masculina de control en el único espacio posible: el doméstico. A la vez, el status de masculinidad se adquiere frente a la mirada y evaluación de los pares. Ante ellos los varones deben probar habilidades de resistencia, agresividad, capacidad de dominio y acopio del “tributo femenino” para corroborar su potencia viril. Tal como argumenta Segato2, cobra mayor importancia la relación que entabla el victimario con sus pares (miembros de la cofradía o fratría) que la que tiene con la víctima; por tanto, aunque se trate de una agresión sexual, ella no tiene como motivación la sexualidad. El gozo que obtiene el perpetrador resulta del orden de la dominación y la conquista del cuerpo de la mujer. Asimismo, mediante el cuerpo de la mujer se ataca a los varones que supuestamente deberían proteger ese territorio- cuerpo que pasa a ser el lugar donde se planta la bandera del vencedor y donde se consolida la absoluta derrota y la desmoralización del enemigo.
Algunas autoras3 aluden a la figura de cultura o régimen de violación, que si bien estaba instalado desde tiempos pre modernos, es a partir del establecimiento del capitalismo y la modernidad durante los siglos XVI y XVII, cuando se produce un verdadero terrorismo sexual orientado al disciplinamiento y la degradación de las mujeres. La represión que se ejerció sobre ellas y su expulsión de los espacios de sociabilidad, según Federici4 las confinó al hogar e impuso el trabajo reproductivo legitimando su subordinación social y sexual. La creación de la domesticidad burguesa y la redefinición de la femineidad se despliegan en paralelo a un re direccionamiento de la violencia masculina. La violencia entre varones jóvenes, antes tolerada, pasa a ser condenada. Los jóvenes van a ser encausados en las fábricas y la brutalidad “domesticada”: se traslada del espacio público (controlado por Estado) hacia al ámbito doméstico5.
El débito conyugal, el avenimiento, los delitos contra la “honestidad”, el desconocimiento de la violación marital están o estuvieron presentes hasta hace muy poco en los marcos normativos de la región, sancionando la violación como una forma de proteger el “honor” de las mujeres, pero fundamentalmente el patrimonio de sus esposos, sus familias y el Estado6.
Hoy, cuando tanto en el ámbito internacional (#metoo, “NoesNo”) como en el local (NiunaMenos, “Yo te creo”), el tema de la violencia sexual y de género están en el centro de la agenda feminista, es necesario destacar que 34 países en el mundo siguen sin juzgar a los violadores si están casados o si posteriormente se casan con sus víctimas; en otros países la violación se define solo en función del empleo de la fuerza física, la coacción y/o la incapacidad de defensa7.
34 países en el mundo siguen sin juzgar a los violadores si están casados o si posteriormente se casan con sus víctimas
El carácter inestable de la definición y la cuestión de la visibilidad
Para la Ley Nacional 26.485 de Protección Integral de las Mujeres, la violencia sexual comprende “cualquier acción que implique la vulneración en todas sus formas, con o sin acceso genital, del derecho de la mujer a decidir voluntariamente acerca de su vida sexual o reproductiva, a través de amenazas, coerción, uso de la fuerza o intimidación, incluyendo la violación dentro del matrimonio o de otras relaciones vinculares o de parentesco, exista o no convivencia, así como la prostitución forzada, explotación, esclavitud, acoso, abuso sexual y trata de mujeres”. Según la Organización Panamericana de la Salud, la violencia sexual implica forzar a la mujer “a mantener relaciones sexuales o a realizar cualquier acto sexual en contra de su voluntad, lastimarla durante las relaciones sexuales y/u obligarla a mantener relaciones sexuales sin protección contra embarazo o infecciones”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) la concibe como “una intromisión en la vida sexual que, además de anular el derecho a tomar libremente las decisiones respecto con quien tener relaciones sexuales conlleva a la completa pérdida del control sobre las decisiones más personales e íntimas y sobre las funciones corporales básicas”. En estas definiciones, más allá de las diferencias, se destaca el carácter forzado o ausencia de consentimiento.
La disputa en torno a qué denominar violencia sexual constituye una señal inequívoca de que hay algo importante en juego y aunque no se pretenda “vigilar” la definición del término, es clave insistir en el desarrollo de categorías y en la unificación de criterios de clasificación para la producción de información significativa.
En el mundo, cerca de un tercio de las mujeres ha experimentado algún tipo de violencia sexual, principalmente por parte de un compañero sentimental. Esta información cuenta con un subregistro significativo y cifras que no contemplan los casos de mujeres que decidieron no denunciar. En América Latina y el Caribe la incidencia de violencia sexual íntima aparece en un rango de 5 a 47%, dependiendo del país y la calidad de las fuentes de información disponibles8. A la hora de visibilizar las violencias Argentina carece de datos sistemáticos y confiables que permitan estimar prevalencias: ni líneas de base ni encuestas nacionales y como se señaló en incontables oportunidades, la información se encuentra fragmentada y los registros oficiales son escasos e incompletos.
Según la Organización Panamericana de la Salud, la violencia sexual implica forzar a la mujer “a mantener relaciones sexuales o a realizar cualquier acto sexual en contra de su voluntad, lastimarla durante las relaciones sexuales y/u obligarla a mantener relaciones sexuales sin protección contra embarazo o infecciones”.
En 2018, el informe del Instituto Nacional de Estadística y Censos tomó 260.156 casos de violencia contra las mujeres registrados por organismos públicos entre 2013 y 2017 y mostró que el 60,2% de las afectadas fueron mujeres de 20 a 39 años, que el 7,9% sufrió violencia sexual y que el 82,7% de los agresores fueron las parejas o ex parejas. Por su parte, la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) informó que de las 8.132 personas atendidas durante 2021, el 78% fueron mujeres y en el 11% de los casos, se registró violencia sexual. En CABA el 15% de las mujeres que fueron encuestadas refirió violencia sexual y que en menos del 5% de los casos fue perpetrada por desconocidos9. Un estudio sobre trayectorias de mujeres en situación de violencia, que registra violencia sexual en el 14% de los casos, a la vez describe la dinámica de un problema que tiende al ocultamiento10. La violación arrasa produciendo una suerte de fragmentación que limita la posibilidad de nombrar el dolor. Das11 ubica una tensión entre los cuerpos femeninos que han atravesado violencia extrema y el lenguaje, entendiendo que este último es intrínsecamente incapaz de enunciar aquello que es indecible. Por su parte la escritora y cineasta Despentes12, al referirse a su propia experiencia, señala que “las pocas veces que había intentado contarlo esquivaba la palabra «violación» y se refería a «una agresión», «un lío», «me agarraron», «una mierda» y sostiene que mientras “la agresión no lleva su nombre, pierde su especificidad y puede confundirse con otras agresiones”.
La palabra violación siempre incomoda; pero reconocerla y nombrarla se torna aún más difícil cuando se produce en el ámbito de las relaciones de pareja. Dentro de la conyugalidad es posible que el sexo vaginal forzado se vea como normal. Es más, cuando se trata de violencia crónica se ponen en marcha mecanismos psíquicos (ambivalencia afectiva, negación, desmentida) y se articulan estrategias de afrontamiento que, apelando a recursos pertenecientes a diferentes esferas de sentido (por momentos contradictorias), permiten responder a una realidad dolorosa y sostener la cotidianeidad.
Asimismo, la violación cruenta/asalto sexual y la violación en la pareja presentan algunos aspectos en común: los sentimientos y riesgos que corren las mujeres violadas se parecen. En ambos casos aparecen la aversión, la pérdida del deseo sexual, el miedo, la sensación de desamparo y también el entumecimiento emocional, la indefensión, la angustia, el desapego, la irritabilidad, la rabia, la hipervigilancia, los sueños recurrentes o el riesgo de un embarazo no deseado, las infecciones de transmisión sexual, etc. Sin embargo, al estudiar las trayectorias de las mujeres, se observa que en situaciones de violencia doméstica la atención sociosanitaria -contención, profilaxis pos exposición, etc.- resulta limitada en comparación con la que reciben las mujeres que vivieron una violación cruenta.
Respuestas a la violencia sexual
La CIDH ha constatado que en la región la respuesta en materia de violencia sexual es deficiente. Las intervenciones de las instituciones protagonistas están signadas por patrones socioculturales discriminatorios hacia las mujeres. Numerosos discursos sociales las hacen responsables por haber provocado los hechos, por su historial sexual o por tener actividad sexual previa. Suele predominar una perspectiva lineal que busca un patrón de víctima estándar o ideal y tiende a la patologización de las experiencias por considerar que se trata de un daño irreparable. Se hace foco en las estrategias individuales o psicológicas sin considerar las interacciones sociales producidas, desestimando la dimensión social del problema.
Un estudio sobre experiencias de padecimiento y dinámicas de normalización en mujeres violadas en Brasil revela que ni el carácter más o menos cruento, ni la gravedad del evento resultan determinantes para el procesamiento de la vivencia y posterior recuperación. Desde la noción de “construcción social del trauma” subraya la centralidad del “momento posterior” identificando la inserción de las afectadas en las redes sociales y la respuesta institucional: si estuvieron acompañadas, si pudieron relatar el episodio, si les creyeron, etc13.
Al acentuar el valor de la “prueba” visible, la propia racionalidad científico- médico- jurídica que reina en nuestras instituciones tiende a revictimizar y desatender el sufrimiento de las mujeres. Para demostrar su condición de víctimas, ellas deben traducir su padecimiento al lenguaje de la ciencia, exponerse a sí mismas como sujetos sufrientes y a través de una revelación física o de un ejercicio narrativo, legitimarse como víctimas. En el caso de la violencia sexual, la apropiación judicial y burocrática del sufrimiento llega a avanzar hasta el requerimiento de marcas que corroboren que la víctima no consintió el ataque y que resistió hasta el final.
Al acentuar el valor de la “prueba” visible, la propia racionalidad científico- médico- jurídica que reina en nuestras instituciones tiende a revictimizar y desatender el sufrimiento de las mujeres.
La interrupción del embarazo: una mirilla para enfocar las violencias
Una mujer puede decidir mantener la violación solo en su memoria y no comunicarla; pero cuando esta acarrea un embarazo, el padecimiento vuelve a cobrar vigencia y tiende a recrudecer. El embarazo indica que la violación está presente y presiona por salir a la luz. A los daños generados por la violencia sexual se suman los que derivan de una concepción no buscada; su continuación forzada llega a comportar una verdadera tortura.
En el Código Penal argentino se establece que un aborto no es punible “(…) si el embarazo proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente (…)”. Esta debatida redacción del inciso 2 de 1921 es de suponer que estuvo marcada por preceptos higienistas que buscaban imperiosamente asegurar a la nación una descendencia sana y “normal”.
En 2012 esta controversia fue saldada con el fallo F.A.L. de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que legitimó una interpretación amplia del inciso y ratificó que el derecho a una interrupción legal del embarazo (ILE) alcanzaba a todas las mujeres violadas. Sin embargo, como señala Maffía14, con frecuencia este amparo legal resulta cercenado. Repetidamente se ha señalado que el procedimiento legal vigente hasta enero del 2021, el modelo de causales o permisos y en particular a la aplicación de la causal violación, enfrentaba resistencias profesionales e institucionales atribuibles al desconocimiento o conocimientos erróneos, creencias y actitudes en torno al tema15.
En distintos escenarios se identificaron servicios de salud que aún atendiendo a mujeres víctimas de violencia, no contaban o no suministraban información sobre medidas de protección y acceso a ILE; otros, en cambio, prestaban acompañamiento en ILE y en ocasiones hasta contribuían a rotular como violación situaciones no inicialmente reconocidas por las propias afectadas. A veces, estos servicios, fundados en que la violación compromete a la salud física, mental y/o social, certificaban la coexistencia de causales de ILE16. Otros, optaban por aplicar solo la causal salud integral para evitar los ya gravosos procesos que afectan a las mujeres y/o a lxs profesionalxs. Eventualmente algunos servicios realizaban un abordaje integral orientado a la prevención y al cese de las violencias.
En la actualidad, a más de un año de la promulgación de la ley 27.610, aunque aún se requiere profundizar y extender su alcance, la despenalización y legalización del aborto permitieron sin dudas la remoción de numerosos obstáculos y la ampliación de derechos. A los equipos de salud que venían interviniendo en ILEse los relevó de la dura tarea de certificar y avalar la demanda de aborto e instaló otro vínculo con las usuarias modificando sustancialmente las relaciones de poder. A las mujeres las libró de narrar sus padecimientos para que sean “validados” y documentados. Se acortaron los tiempos de atención y la entrevista se hizo más operativa.
En un horizonte cercano se espera que el acompañamiento de la práctica de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) se transforme en una consulta más. Allí resulta clave la habilitación de un espacio de escucha activa y atenta donde puedan desplegarse, de ser necesario, la reflexión y el abordaje profesional para contribuir a frenar la re victimización, evitar la repetición de embarazos forzados y remover las violencias.
Frente a un cuerpo femenino construido como objeto por una mirada masculina que aún habita nuestras instituciones, sigue siendo enorme el desafío para los equipos de salud de generar prácticas despatologizadoras desde un abordaje integral interdisciplinario.
En esta encrucijada se renuevan tensiones, se reedita la contienda por la visibilidad y la definición de las violencias a la par que continúa la disputa histórica por la vigilancia de la sexualidad, la apropiación pública del cuerpo de las mujeres17 y la tutela de sus derechos. Frente a un cuerpo femenino construido como objeto por una mirada masculina que aún habita nuestras instituciones, sigue siendo enorme el desafío para los equipos de salud de generar prácticas despatologizadoras desde un abordaje integral interdisciplinario con perspectiva de género y derechos, respetuoso de las decisiones de las mujeres y promotor de autonomía.Más allá de la oportunidad y la corrección política, este reto solo se podrá alcanzar si todas esas violencias mal nombradas, silenciadas o balbuceadas desde tiempos remotos se vuelven claramente visibles y logran ser contabilizadas y “rotuladas” por sus nombres.
Claudia Teodori es Socióloga (UBA) y magíster en Epidemiología, Gestión y Políticas de Salud (UNLA).
Notas al pie