Las formas en que el concepto de interculturalidad fue impregnando mi perspectiva sobre la salud no responde al mecanismo clásico de estudios previos y su posterior aplicación.
Las prácticas de la pediatría primero, de la salud pública, de la docencia y de la salud internacional, en contextos culturales muy diversos, generaron una alerta temprana y una suerte de currícula paralela para comprender las múltiples formas en las que las diferencias sociales se intensificaban con la discriminación de culturas en un orden imaginario de centralidades y de periferias.
Ni la clínica, ni la práctica sanitaria, ni la docencia ni la cooperación técnica pueden resultar efectivas ni desarrollarse en todo su potencial sin un profundo descentramiento cultural.
No creo en recetas simples como que “el racismo se cure viajando” -según la frase que se atribuye a Unamuno-: hemos constatado hasta el cansancio el caso de turistas o viajeros etnocéntricos que no salen nunca de su zona de confort y que observan despreocupados, simplemente exotizando y hasta ridiculizando lo que no comprenden. Pero ni la clínica, ni la práctica sanitaria, ni la docencia ni la cooperación técnica pueden resultar efectivas ni desarrollarse en todo su potencial sin un profundo descentramiento cultural.
Construyendo un marco
A pesar de la inquietante lectura de los pioneros trabajos de Homero Palma, quien expuso la persistencia de las prácticas de medicina tradicional en nuestro país, tuve que esperar hasta la incorporación de los trabajos del psiquiatra y activista argelino Franz Fannon, y más tardíamente el arribo del constructo “interculturalidad política” (ICP) para obtener un marco que le diera un verdadero sustrato teórico a esta intuición: no se trataba entonces de un problema de lenguaje, no se trataba de un problema de culturas, ni siquiera de cosmovisiones, se trataba antes que nada de un problema de poder.
Pero la asimetría dista mucho de tratarse de la supremacía o superioridad de una cultura sobre otra. La España que conquistó América contaba con poco más que el caballo, la pólvora y una ambición inconmensurable de su lado para dominar a los pueblos originarios, algunos de ellos con culturas que la superaban holgadamente. Aún hoy se destaca que los españoles en América utilizaban la medicina de aquéllos y que la farmacopea americana, fruto de siglos de observación y sede de la mayor biodiversidad del planeta, fue el verdadero motor de la que sería la industria farmacéutica mundial.
La pérdida de las claves para interpretar la riquísima cultura Maya no había sido un misterio similar al que ocurriera con la cultura egipcia -como se enseñaba hasta épocas recientes en la escuela secundaria-. Diego de Landa, un sacerdote de la “Santa Inquisición”, dedicó 20 años de su vida a perseguir, destruir, eliminar toda persona, todo objeto, todo instrumento que pudiera servir para la persistencia, comprensión o interpretación de esa cultura “hereje”, que recién 400 años después se comienza a develar en toda su magnitud. Luego de una leve penitencia por sus “excesos”, la Iglesia lo designó en 1640 Obispo de Yucatán.
Aún hoy en medios españoles (página de rtve.es) puede leerse sobre el descubrimiento de la quinina: “Su descubrimiento se remonta al siglo XVII (específicamente al 1633) durante una de las grandes expediciones científicas que se organizaban a Sudamérica desde Europa. Cuentan que un jesuita español descubrió que los indios de América Central usaban la corteza molida de unos árboles que ellos llamaban ‘quina quina’ para curar la malaria”. ¿Si los pueblos originarios lo usaban y la llamaban quina quina, ¿qué quiere decir entonces que la “Quinina” fue “descubierta” en 1633 y qué quiere decir que fue “descubierta” por un jesuita?
Interculturalidad política, tal como lo acuñara Jorge Viaña, implica anunciar o denunciar que con la interculturalidad no alcanza, menos aún con interculturalidad compasiva, con interculturalidad asimétrica, con interculturalidad exotizante, todas ellas formas de relación entre culturas que no se respetan, formas sutiles o abiertas de dominación, en el mejor de los casos de “tolerancia”.
El diálogo fructífero entre culturas que se valoran y se respetan recíprocamente es la excepción y no la regla cuando de ICP se trata y por cierto, no se define de una vez y para siempre, sino que es consecuencia de un trabajo, de un esfuerzo, de mecanismos de corrección y de vigilancia sistemáticos y permanentes para no ser funcionales o espectadores pasivos de mecanismos de “asimilación” de una cultura sobre la otra.
Interculturalidad política, tal como lo acuñara Jorge Viaña, implica anunciar o denunciar que con la interculturalidad no alcanza.
En un claro ejemplo de ICP podríamos mencionar que allí mismo, en nuestra frontera norte, ha surgido en la última década el Estado Plurinacional de Bolivia. La posibilidad de interpretar en profundidad qué quiere decir que nuestro vecino país haya cambiado su nombre puede ser una oportunidad ya que se trata de toda una definición -que perfectamente podría aplicarse a la Argentina-, una plurinacionalidad que es hoy una realidad y es también una promesa de lo que aún no ha ocurrido, al menos en la plenitud de lo que anuncia y de lo que promete.
Pero no se trata solo de un movimiento ascendente de reivindicaciones, sino sobre todo un movimiento de reparación de un daño realizado intencionalmente, de múltiples estrategias de inferiorización y de culturicidios, que requerirán modificaciones estructurales profundas en la forma en la que las culturas de nuestro país y de América Latina redefinan su identidad.
Un juego dentro de otro
Lo interesante es que no se trata de un improbable despertar de una valoración de lo que ignoramos y que ni siquiera nos despierta curiosidad. El encuadre más amplio que colocan autores como Boaventura de Sousa Santos con un dramático llamado a un cambio de perspectivas es el que permite inscribir a la interculturalidad política en los movimientos más vastos de descolonización bajo los supuestos de que el eurocentrismo -subyacente aún en las ciencias sociales latinoamericanas- ha agotado sus posibilidades de interpretación, y que los propios cimientos de la cultura occidental crujen bajo las actuales circunstancias que atraviesa la humanidad.
Según el autor, son cuatro los motivos para pensar una suerte de “epistemología del sur”:
El primero concierne al hecho de que vivimos en un tiempo de preguntas fuertes y de respuestas débiles.
El segundo son las grandes contradicciones que existen en la actualidad- y que los más jóvenes pueden sentir muy bien; contrastando cómo las condiciones de vida actuales cambian aceleradamente y las cumbres por el cambio climático no dan cuenta de ello y traen consigo un sentimiento de urgencia por cambiar las cosas.
El tercer motivo es que hemos perdido el control de los sustantivos (de lo sustancial) y nos limitamos como propuesta a adjetivar categorías que no vivimos como propias: comercio pero justo, empresa pero social, desarrollo pero sustentable. Las culturas originarias hablan de descolonización, de derechos de la madre tierra.
Un cuarto motivo es el de suponer que los sujetos históricos son los que las teorías dicen o decían que debían ser, subalternizando y exotizando la expresión de cualquier sujeto que no responda a esas categorías. La insurgencia emancipadora de procesos políticos de mujeres, de pueblos originarios, de campesinos, de pueblos fumigados, de desempleados, de jóvenes y de ecologistas adquiere una dinámica tal que sacude los estamentos de la política tradicional.
El mandato judeo-cristiano de “dominarás la tierra” ofrece una potente explicación sobre porqué el actual desarrollo del capitalismo no se “ha detenido frente a ningún crimen”; el tratamiento del planeta expresa este problema -se estima que en los últimos 40 años hemos hecho desaparecer el 60 % de la población animal en el mundo-, y además expone su dramática inferioridad contrastado con enunciados de los pueblos originarios como: “la tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la tierra”.
Pocos conocen que, a iniciativa de Bolivia, la Organización de Naciones Unidas (ONU) declaró en el 2009 al 22 de abril como el Día Internacional de la Madre Tierra, con el respaldo de los 199 países que integran la asamblea general de este organismo intercontinental.
Las culturas más diversas en todo el planeta, colocadas en un orden periférico por la centralidad de la cultura occidental, parecen coincidir fuertemente entre sí, sin que lleguemos a interpretar claramente el porqué. La respuesta parece estar simplemente en que han cultivado el más común de los sentidos mientras que occidente simplemente parece haber enloquecido.
Y quienes de forma progresiva constatamos las consecuencias de este desvarío, percibimos hasta qué punto las “otras culturas” operan progresivamente como una suerte de reserva de esperanza frente a la cercanía de un punto de no retorno en el cauce de las cosas.
Estas fuertes contradicciones no dejan por fuera a la propia medicina y a la salud pública, envueltas en una fuerte ilusión de “progreso”, consecuencia de algunos éxitos resonantes sobre las enfermedades infecto contagiosas, sobre la mortalidad infantil o por avances tecnológicos y farmacológicos que contrastan con una serie de problemas reemergentes, con éxitos que no resultaron tan definitivos y con la constatación que en salud, como en otros campos, con frecuencia solucionamos un problema para crear otro.
Algunos problemas de salud, que parecían superados o arrinconados (sarampión, resistencia a los antimicrobianos), no solo amenazan con volver, sino que ya han regresado; quizás lo más complejo de digerir: la medicina y las profesiones de salud enfrentan y crean problemas constantemente, lo cual queda expresado en los debates sobre “error médico” y sobre prevención cuaternaria enfrentando el denominado “encarnizamiento terapéutico”.
De este modo podríamos compartir la sensación que la interculturalidad política, en un contexto de descolonización del pensamiento, puede resultar una oportunidad cuando el cauce de los acontecimientos parece conducir a callejones sin salida.
Toda práctica de salud es intercultural
Conversando con estudiantes de primer año de medicina en una Universidad pública, en donde más del 70 % de alumnos y alumnas eran primera generación de universitarios, surgió una pregunta espontánea sobre cuál era el impacto que percibían por ser estudiantes en su cotidianeidad familiar. La respuesta más reiterada fue: “nos dicen que ahora hablamos raro”. Una interesante respuesta que nos invita a reflexionar, como lo hacía Pierre Bourdieu en su influyente “Homo Academicus”, hasta qué punto las profesiones, y en nuestro caso la medicina, constituyen una verdadera construcción cultural, constituyendo grupos o colectivos con su propio idioma, su lenguaje sus prácticas, sus ritos y con sus mitos, los cuales nos comunican e identifican entre nosotros pero al mismo tiempo nos aíslan de los demás.
Si incorporamos en salud el concepto de medicina o de salud pública “basada en la evidencia” debemos aceptar que, por un orden internacional de ciencia y tecnología fuertemente asimétrico, una abrumadora mayoría de esas evidencias están producidas en países centrales, escritas en inglés (sin incluir aquí la creciente influencia de la industria en la producción de evidencia) y que además, excepcionalmente se cita algún trabajo redactado en otra lengua y obviamente ninguno en lenguas de pueblos originarios.
Así que el solo poner en valor bajo reglas propias la producción científica en español o en portugués bajo nuevas reglas no anglófonas podría aportar y mucho a cambiar de perspectiva.
De hecho, luego de más de treinta años de producción científica en Medicina Social, con un fuerte aporte de las Ciencias Sociales Latinoamericanas, la OMS produjo un documento sobre Determinantes Sociales de la Salud con un respaldo bibliográfico, ignorando esa producción e incluyendo material exclusivamente anglófono.
De hecho, luego de más de treinta años de producción científica en Medicina Social, con un fuerte aporte de las Ciencias Sociales Latinoamericanas, la OMS produjo un documento sobre Determinantes Sociales de la Salud con un respaldo bibliográfico, ignorando esa producción e incluyendo material exclusivamente anglófono.
No se trata de impulsar una suerte de nacionalismo o de regionalismo cognitivo, o de desconocer avances que pueden darse en otros contextos de producción (aunque requieran luego de una fuerte traducción o adecuación), se trata más bien de comprender que al tiempo que inferiorizamos saberes, somos inferiorizados en un orden de producción de saber-poder que deja por fuera una producción propia, que aun cuando resulte menor en recursos y en volumen, podría resultar mucho más traducible a prácticas cotidianas pertinentes en tanto el contexto de descubrimiento de ese conocimiento resulta mucho más cercano a su contexto de aplicación.
En otras palabras, en lógica de meta análisis, si un profesional no tiene competencias de búsqueda en inglés podría sentirse analfabeto al igual que lo sentiría una persona que “apenas” habla quechua, aymara o guaraní al migrar a las grandes ciudades.
Si nos trasladamos nuevamente al mundo de la práctica profesional en salud, o a cada contacto del equipo de salud con su comunidad, la interculturalidad brotará casi espontáneamente en función de la distancia lingüística que se constate.
La lengua juega entonces un rol clave en el concepto de interculturalidad. “El lenguaje es la forma como la cultura coloniza el inconsciente”, una frase que nos ha hecho pensar y que dispara la pregunta sobre cómo se las arreglaban los psicoanalistas argentinos exiliados para continuar sus prácticas centradas en la escucha en una lengua que no le era propia. Porque el lenguaje es clave en la producción de subjetividad, lo que puede observarse incluso en las múltiples formas en las que se utiliza el español en América Latina.
Si nos trasladamos nuevamente al mundo de la práctica profesional en salud, o a cada contacto del equipo de salud con su comunidad, la interculturalidad brotará casi espontáneamente en función de la distancia lingüística que se constate.
Ana Fuks nos recuerda habitualmente como siempre se pone en juego “el valor de una cultura en el mercado lingüístico”, potente concepto que se puede poner en acto cuando uno se pregunta ¿pagarías para aprender?, ¿qué idioma?
Hace algún tiempo compañeros médicos generalistas en una reflexión sobre este tema compartían un caso que les sirvió como analizador. Frente a la sorpresa de recibir migrantes de Europa oriental se había montado espontáneamente un dispositivo de “intérpretes” de la misma comunidad migrante para hacer posible la atención, pero la reflexión sobre valor en los mercados lingüísticos les sirvió para hacer consciente que nunca se había montado un dispositivo similar para familias que provenían de países limítrofes asentadas en la zona hacía mucho más tiempo.
Cuando enfrentamos dificultades en el proceso de atención por importantes distancias culturales nos obliga a reflexionar, pero esa reflexión se extiende si entendemos que en última instancia todo contacto, toda atención y toda práctica de salud es intercultural.
En definitiva, cuando enfrentamos dificultades en el proceso de atención por importantes distancias culturales nos obliga a reflexionar, pero esa reflexión se extiende si entendemos que en última instancia todo contacto, toda atención y toda práctica de salud es intercultural.
A modo de conclusión: competencias en interculturalidad política
Sin intentar -por imposible- cerrar una reflexión que se enriquece en el conjunto de trabajos que este número de Soberanía Sanitaria ofrece, me permito compartir la íntima convicción que puede devenir urgente e imprescindible: para construir nuevas propuestas técnicas y políticas que den viabilidad al derecho a la salud es necesario constituir una agenda de investigación, de formación, de educación permanente y de formulación de estrategias, de prácticas y de tecnologías que inspiradas y revisadas en una perspectiva de interculturalidad política, resulten a su vez inscriptas en un marco más abarcativo de descolonización del pensamiento en salud.
· Mario Rovere ·
Médico pediatra y sanitarista. Dirige la Maestría en Salud Pública de la UNR.