¿Qué se puede esperar?

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Urge la necesidad de que los procesos de producción de conocimiento puedan contribuir al desarrollo nacional, guiados por el rol del Estado en la gobernanza de la ciencia y la tecnología. Para que esto suceda los conocimientos generados deben ser utilizados por la sociedad que los financia, además de poder ser funcionales a necesidades globales.

Desde hace algunas décadas se ha intensificado cada vez más el reclamo sobre “la ciencia” para que vuelva evidente su contribución a la sociedad. La apelación obliga a revisar y revisitar reflexivamente las propias dinámicas de la producción de conocimiento y sus derivaciones, los agentes que intervienen en el proceso, el rol del Estado y la propia gobernanza de la ciencia y la tecnología, pero también, a poner el acento en la forma que adoptan los posibles resultados de la práctica científica y su modalidades de apropiación social.

Cuestiones como la evaluación de los académicos, el acceso a financiamiento, la definición de agendas y/o temas prioritarios o estratégicos han proliferado en los últimos años en la constante búsqueda de promover un horizonte de utilidad social del conocimiento científico-tecnológico. Por cierto, pensar o problematizar la noción de utilidad social del conocimiento requiere hacerlo también con el proceso de definición propia de utilidad social.

Durante el siglo XX, obviando matices y coyunturas singulares, se convivió con un imaginario social en el que la práctica científico-tecnológica era capaz de proveer soluciones a la vida social y sus desafíos sin la necesidad, o mejor aún sin ella, de esfuerzos de orientación. El conocimiento y su contribución sería socialmente útil toda vez que se permita a los académicos el desarrollo de la práctica de investigación con libertad y autonomía y se garantice el financiamiento necesario para su desarrollo. Esta dinámica cuasi-tautológica, en la que el valor social de la ciencia se deriva inequívocamente de su propio desarrollo, ha sido puesta en tensión hace ya tiempo y cuestionada desde el campo de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, como así también desde la política científico-tecnológica.

Argentina presenta un complejo científico-tecnológico con larga trayectoria y probada capacidad en materia de desarrollo académico. Sobre esta base, desde principios de siglo, se ha puesto el acento en la necesidad de establecer vínculos cada vez más estrechos entre científicos y usuarios, y también desde el Estado de establecer lineamientos estratégicos o prioritarios en diversas áreas de conocimiento. De esta manera, se convirtió en un nuevo objetivo explícito el hecho de que los conocimientos no solamente sean de calidad internacional, sino que sean usados por la sociedad que los financia para que así puedan colaborar con el desarrollo nacional.

En efecto, la capacidad de hacer un uso social efectivo de los conocimientos, no solamente es consecuencia inmediata de la fortaleza de la investigación académica, sino también der la capacidad de articular el conocimiento a través de su incorporación en prácticas desarrolladas por otros actores, en nuevos productos o en nuevos procesos (Kreimer, 2011; Naidorf, 2009). El predominio de criterios burocratizados de evaluación en los países más desarrollados opera sobre una sola porción del conocimiento producido: la que se genera en las universidades y en los centros públicos de investigación (dejando de lado la investigación desarrollada con financiamiento privado, con un régimen de evaluación diferenciado).

América Latina produce investigación científico-tecnológica en su abrumadora mayoría con fondos públicos, siendo la participación de inversión privada por demás marginal en comparación con países del Norte. En este sentido, los criterios de evaluación que siguen la mayor parte de los países latinoamericanos, y en particular Argentina, organizados como un dispositivo disciplinador de prácticas sociales de producción de conocimientos, tiende a la reproducción de las agendas académicas de los grupos de élite académica de los países desarrollados, lo cual hace que todos los intentos por orientar las agendas por criterios de relevancia queden esterilizados por el predominio de dichos dispositivos (Sans-Menéndez, 2014).

Argentina presenta un complejo científico-tecnológico con larga trayectoria y probada capacidad en materia de desarrollo académico.

La internacionalización de la práctica científica habilita el intercambio y la actualización de las agendas de investigación y la colaboración entre pares, pero también puede suponer la subordinación de agendas locales a temas definidos como prioritarios en otras latitudes. Se reconoce como legítima de parte del Estado la capacidad de definir democráticamente aquellas arenas o temas más acuciantes para nuestra sociedad y de consolidar espacios de demanda de conocimiento que contribuyan al mejoramiento de la condiciones de vida y el desarrollo nacional.

De este modo, la cuestión de la orientación de la investigación y la necesidad promover la producción de conocimiento para que contribuya a fines sociales se ubicó en el centro de la arena política y en los ámbitos de gestión de la política científica. Una de las directrices compartidas en las políticas de CyT es el establecimiento de prioridades estratégicas y la definición de apuestas de futuro en determinadas áreas científico-tecnológicas o mercados claves (Casas et.al, 2014). En la concepción dominante de las políticas científico-tecnológicas, las prioridades estratégicas se orientan a la explotación y fortalecimiento de las capacidades y áreas de especialización de cada país, y, en algunos casos, se pretende encontrar un posicionamiento en áreas con potencialidades futuras.

En esta línea, el Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (elaborado en 2012) contemplaba dos grandes estrategias de intervención sobre el complejo científico-tecnológico nacional (Alonso y Nápoli, 2021). Una, de desarrollo institucional, que se dirige a fortalecer el sistema científico-tecnológico sobre el que se acoplará efectivamente la generación de conocimiento a la solución de necesidades productivas y sociales. La otra, de focalización, dedicada a orientar los esfuerzos y capacidades del sector científico y tecnológico nacional al desarrollo de sectores productivos y sociales a partir de la generación de conocimiento, desarrollo tecnológico e innovación (MINCTIP, 2012).

La estrategia de focalización delimitada buscó promover y desarrollar la articulación de tecnologías de propósito general (TPG) con sectores productivos de bienes y servicios, que se definen como núcleos socio-productivos estratégicos (NSPE). Este procedimiento se orientó a aprovechar las potencialidades que ofrecen las TPG para generar saltos cualitativos, integrando tres aspectos: competitividad productiva, mejoramiento de la calidad de vida de la población y posicionamiento de tecnologías emergentes, y desarrollos tecnológicos esperables a mediano y largo plazo (Casas et.al, 2014).

La estrategia de focalización delimitada buscó promover y desarrollar la articulación de tecnologías de propósito general (TPG) con sectores productivos de bienes y servicios, que se definen como núcleos socio-productivos estratégicos (NSPE).

La priorización plantea concentrar y orientar recursos humanos, científicos, tecnológicos, institucionales y financieros en segmentos y nichos, con elevado potencial de crecimiento a corto, mediano y largo plazo (MINCTIP, 2012). Las prioridades estratégicas hacen referencia a campos tecnológicos o a sectores económicos e industriales, o a una combinación de estos, y han sido y siguen siendo, un común denominador en la definición de estas políticas que privilegian ciertas estrategias nacionales relevantes para el desarrollo económico y la competitividad (Alonso y Nápoli, 2021). En materia de salud, el caso más emblemático es el de la política pública de producción de medicamentos y vacunas, donde el Estado interviene no solamente poniendo en evidencia los déficits del modelo de acumulación sino también acompañando oportunidades de desarrollo tecnológico de base local. La participación del Estado como un agente clave en el proceso de coordinación y apoyo para el desarrollo de tecnologías -en tanto promotor o demandante- ha vuelto a reafirmar y poner en el centro de la escena la necesidad de un Estado presente y activo.

Ya luego de varios años y diversos ejercicios, materializados en programas y proyectos en los diversos niveles del complejo científico tecnológico nacional, existe cierto consenso en que tanto el establecimiento de temas/problemas estratégicos o prioritarios, como la inclusión de agentes extra-académicos como parte sustantiva del proceso de producción de conocimiento, permite el desarrollo de diálogos trans-epistémicos entre científicos y usuarios que pueden redundar en un mayor potencial de apropiación social del conocimiento producido.

Los modos de producción de conocimiento se dan siempre en un marco institucional que habilita y constriñe cursos de acción posibles por parte de los académicos. Desde los ámbitos de gestión de la ciencia y la tecnología (CyT) en Argentina se han puesto en funcionamiento instrumentos de política científica que intentan promover, formalizar e institucionalizar la producción de conocimiento orientado hacia usuarios concretos de su producción.

Resta sistematizar y discutir evaluaciones finales de las diversas iniciativas puestas en práctica, no solamente para identificar casos exitosos, sino también para que sirvan como insumo para el estudio del desarrollo de capacidades de los diversos sectores y agentes y, en última instancia, para que permitan retroalimentar las iniciativas y políticas públicas.

Por cierto, sobre esta cuestión aparece un área de vacancia al mirar el potencial de contribución de las ciencias sociales. Más allá de encerronas epistemológicas de jerarquización de los campos de conocimiento, las ciencias sociales son capaces de producir conocimiento valioso que redunde en políticas públicas más efectivas. La pandemia COVID-19 puso de manifiesto nuevamente la necesidad de revisitar y problematizar no solamente la capacidad de las “ciencias duras” de ofrecer soluciones tecnológicas sino también las limitaciones en la aplicación y puesta en práctica de esas soluciones cuando desconocen elementos contextuales significativos de cada sociedad o grupo social. Ejemplos como la acción de los movimientos anti-vacunas o anti-ciencia, el alcance e impacto de la desinformación (missinformation), son muestras de la necesidad de tratar los desafíos de nuestra sociedad reconociendo los distintos aspectos y matices del conocimiento -de modo inter-multi-trans-discipllinario.

Todo lo anterior de ningún modo sugiere que exista una subordinación explícita de los investigadores a los ámbitos estatales, sino más bien un encuentro virtuoso que permita acercar posiciones y acorte distancias que hagan más fáciles las dinámicas de apropiación de conocimiento sin perder sus características contestatarias y propositivas, por cierto, haciendo evidente aquella apelación de Weiss (1999), en la que el lugar de “la ciencia” es “ayudar al Estado a pensar”.

Mauro Alonso es doctor por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (FFyL-UBA). Magister en Ciencia, Tecnología y Sociedad por la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

 

Bibliografía

  • Alonso, M., & Nápoli, M. (2021). Gobernanza de la investigación científico-tecnológica: orientación de las agendas y evaluación académica en el marco de los Proyectos de Desarrollo Tecnológico y social (PDTS) Revista de Educación, (23), 77-104.
  • Casas, R., Corona, J. M., & Rivera, R. (2014). Políticas de Ciencia, Tecnología e Innovación en América Latina: entre la competitividad y la inclusión social. Perspectivas Latinoamericanas en el Estudio Social de la Ciencia, la Tecnología y el Conocimiento. México: Siglo XXI, 1-22.
  • Kreimer, P. (2011). La evaluación de la actividad científica: desde la indagación sociológica a la burocratización. Dilemas actuales. Propuesta educativa, (36), 59-77.
  • Menéndez, L. S. (2014). La evaluación de la ciencia y la investigación. RES. Revista Española de Sociología, (21), 137-148.
  • MINCYT. Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Argentina Innovadora 2020. 2012 (Ministerio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, Buenos Aires Edición Propia)
  • Naidorf, J. (2009). La Universidad para el público o la Universidad como espacio público. Esa es la cuestión.
  • Weiss, C. H. (1999). The interface between evaluation and public policy. Evaluation, 5(4), 468-486.