OPINIÓN

La exigencia de un mundo nuevo

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Escribir sobre salud mental para un médico sanitarista que, además, tiene como uno de sus maestros al Dr. Floreal Ferrara, es un tanto contradictorio. Esto es así por dos razones: a) no ser un experto en el tema y b) implica aceptar que se deje de concebir a la salud como un todo. No obstante, hay que reconocer que el vasto “movimiento” que se ha generado en derredor de la problemática de la salud mental legitima de alguna forma su tratamiento como un tema de salud particular y, también, la posibilidad de opinar desde otras áreas.

Desde los primeros momentos de implementación del Plan ATAMDOS a fines de los 80 y principios de los 90 en la provincia de Buenos Aires, esta experiencia fabulosa me dio la posibilidad de dimensionar la problemática de la salud en un territorio acotado de manera integral, a partir del accionar del equipo interdisciplinario de salud que actuaba sobre la población a cargo, evaluando los problemas de salud en su complejidad individual, familiar y colectiva. Para el médico, entonces, su saber no se limitaba a lo biológico sino que incluía a lo psíquico y social, ampliando en forma extraordinaria la posibilidad de vincular estos tres aspectos ante cada problema de salud. Entender que una persona no enferma igual, ni una enfermedad se desarrolla igual en entornos socioambientales o con estructuras psíquicas diferentes, es algo que jamás se nos había enseñado durante nuestros estudios de grado y posgrado. Esa primera etapa de construcción de conocimiento práctico sobre problemas de salud vinculados a la violencia intrafamiliar, violencia de género (muy invisibilizada por entonces), consumo problemático de sustancias, además de los cuadros clásicos de la psicología y la psiquiatría, me generó la posibilidad de observar y analizar procesos más amplios, sustancialmente útiles a la hora de avanzar en los estudios de la salud pública.

Durante años, vimos como los “problemas de salud mental” iban aumentando fuertemente en las estadísticas sanitarias, en parte, como consecuencia de poder hacer visibles situaciones que antes no se denunciaban. Para mediados de los 90, la OMS ya publicaba proyecciones que ponían a las “enfermedades” o “trastornos mentales” superando a otros padecimientos de salud hacia el 2020.

Entender que una persona no enferma igual, ni una enfermedad se desarrolla igual en entornos socioambientales o con estructuras psíquicas diferentes, es algo que jamás se nos había enseñado durante nuestros estudios de grado y posgrado.

 

Explicar este aumento de los problemas de salud mental en las sociedades modernas en general requiere de profundos análisis y cualquier reduccionismo sería grave si de ello depende tomar medidas de políticas públicas, pero resulta bastante obvio que deben existir causales comunes en un proceso que parece darse en todo el mundo, aún en países con diferentes tipos de organización político y social. Esto está sucediendo más allá de la existencia de un factor de distorsión como es la permanente aparición de “nuevos” síndromes o “enfermedades mentales” producto de una fuerte injerencia en el mundo médico especializado pseudocientífico, por parte de la industria farmacéutica cuyo único fin es ganar dinero.

Ahora bien, si según como parece el aumento de los problemas de salud mental tiene una escala mundial, incluso entre países muy disímiles, habría que pensar denominadores comunes capaces de producir ese fenómeno, sin menospreciar que además existen particularidades que complejizan más aún el diagnóstico.    

El mundo vive en su enorme mayoría bajo los valores de un sistema capitalista híperconsumista, en el cual la compulsión al consumo se instala desde el inconsciente. Vamos a obviar en este artículo los fundamentos económicos que sostienen esta lógica, intrínsecos al sistema, para abocarnos a analizar algunas de sus consecuencias en la subjetividad. En esta lógica dominante, no se trata ya de obtener los bienes y servicios necesarios para la vida sino que se ha desarrollado una extraordinaria maquinaria con la capacidad de “crear” necesidades: Comunicarse es una necesidad en el mundo moderno; cambiar el teléfono todos los años, no. Podríamos decir lo mismo de cualquier bien. Y aquí me detengo en percepciones que seguramente nos suceden a todos, a algunos más y a otros menos, en nuestro entorno familiar y social: el escaso tiempo de disfrute que el acceso al bien deseado nos produce una vez que lo alcanzamos. A diferencia de otrora cuando la mejor virtud de un bien era su durabilidad, en la actualidad se ha instalado la inmediatez y el descarte.  Hace tiempo, escribí un artículo en el que me preguntaba cómo impactaría en el psiquismo de las personas vivir en un mundo en el que todo el tiempo se les “corre la vara”, en el que la felicidad que debería traer aparejado el poder acceder a un bien que ha demandado un tiempo de espera y un esfuerzo determinado, solo dura un instante. Otrora, cuando había que dar de baja la heladera Siam después de servir cuatro generaciones a una familia porque ya no había “service” que pudiera repararla, era casi un duelo familiar. Hoy, a poco de tener un bien, ya casi que molesta. Han aparecido otros “mucho mejores”, con “más programas”, “más veloces”, “más lindos”. Esta compulsión permanente, este no encontrar el momento de equilibrio emocional y de hasta transferencia afectiva mínimamente estable, no es bueno para el psiquismo humano porque, además, conlleva tras de sí otros desequilibrios, como el impacto que tiene en la vida cotidiana y de relación familiar y social.

En un sistema para el cual los ciudadanos cuentan más como clientes que como tales, la compulsión a consumir se cierne sobre toda la sociedad, aunque está condicionada por la capacidad económica y no toda ella tiene las mismas posibilidades, entrando en juego otros “valores”, como el de la ponderación social, o status, el “pertenecer” o “ser parte”, el ser “ganador” o “perdedor”, “exitoso” o “fracasado”. Y también, paralelamente, están los que quedan fuera de todo convite. A ellos, los “marginales” al sistema, no se los pondera ni como clientes.

En este modelo hegemónico de vida, la capacidad de decidir y de ver la realidad por parte de cada uno se acota a decisiones que otros toman y a visiones que se imponen. La comunicación masiva deja de ser democrática y pierde espontaneidad. Vivimos en una “súpercomunicada incomunicación”, sobrepasados de información que no podemos procesar, ni priorizar. La comunicación entre personas se vuelve cada vez más impersonal, mediada electrónicamente y se resume en esa remanida imagen de personas en una mesa de bar, sin hablar entre sí, mirando cada una su celular. Me relataba una sobrina cierta angustia y ansiedad que le producía no poder dar respuesta diariamente a sus más de 200 “amigas” de Facebook y las maldades que recurrentemente se vehiculizaban por esa vía. Le respondí que, en esta vida, nadie puede tener esa cantidad de amigos. Por supuesto no me entendió. Y aún le faltaba lidiar con Twitter e Instagram. Un colega me comentaba con cierta decepción que su hijo de 6 años le dijo que su paladín era un cantante y bailarín español del cual él no tenía ni la más remota idea. El desencanto, claro, provenía de haber creído que por lo menos hasta la pubertad ese rol debía corresponderle. La “socialización” de los niños comienza muy temprano a través del acceso al entorno inconmensurable que le da internet con la conformidad, muchas veces, de padres y madres inmersos en la vorágine que impone la vida actual.

La visión de una salud mental basada en los derechos humanos ha crecido formidablemente en el colectivo de los trabajadores de la salud en general y en el de la salud mental en particular.

 

Somos un número en una sociedad en la que el “éxito” o la “felicidad” dependen, en mayor medida que ningún otro valor, del dinero y de los bienes materiales, indispensable para sentirse dentro de determinados círculos sociales de pertenencia y la diferencia entre ser un “ganador” o “perdedor”, en el que las salidas individuales y competitivas son las que cuentan y se menosprecia a la construcciones colectivas, a la ideología, a la política, a la solidaridad. La convivencia en sociedad genera patologías. Es muy probable que el estilo de vida dominante en el marco de los valores del sistema capitalista actual sea especialmente patologizante. Si esto fuera así, se comprenderá que resolver las causas de fondo involucra temáticas muy profundas. Pero, mientras ese status quo no se modifique ¿qué deberíamos hacer desde el campo específico de la salud?

Como primera consideración, saber que todo proceso de cambio es político y el campo de “la salud” no debería estar afuera de ello. Existe una disputa a escala mundial que enfrenta dos concepciones antagónicas de la salud, si esta es bien social o de mercado, contradicción que solo podrá dirimirse en el marco de proyectos políticos también antagónicos, el neoliberal (concentrador de la riqueza y excluyente) y los nacionales, populares y democráticos (con distribución más equitativa de la riqueza e inclusión social). Se debe aclarar que, aún en este último contexto, entre 2003 y 2015 en nuestro país no se pudo avanzar en la estructuración del sistema de salud, a partir principalmente, de la carencia de masa crítica necesaria para poder sostener el cambio cultural que permita construir y sostener el nuevo paradigma. La formación de esa masa crítica, que comprenda a trabajadores de la salud, academia, la ciencia, sindicatos, movimientos sociales y a muchos otros actores específicos, es la tarea del momento. Un gran movimiento sanitario con fuerte anclaje en la participación comunitaria formando parte, crítica y sinérgicamente de un proyecto político nacional y popular, sustentado en valores de equidad, libertad, justicia, solidaridad y soberanía.     

Y como segunda consideración, entender que las respuestas de política sanitaria específicas para los problemas de salud mental, deberán enmarcarse en un proyecto general de salud, adecuarse a los nuevos tiempos, creando ámbitos, instrumentos, dispositivos y acciones novedosos, como los que se comenzaron a construir de modo más orgánico e institucional en nuestro país desde la implementación de la ley de salud mental. La visión de una salud mental basada en los derechos humanos ha crecido formidablemente en el colectivo de los trabajadores de la salud en general y en el de la salud mental en particular. Es hoy un lugar de resistencia a los permanentes avances de las políticas de la derecha. Es un patrimonio a cuidar y a hacer crecer en adhesión, con un enorme potencial para aportar a la construcción de un nuevo proyecto general de salud en nuestro país. Es imprescindible un avance aún mayor en la articulación, en una mayor organización que, desde la diversidad, le dé más visibilización al colectivo y una mayor contundencia para afrontar la batalla contracultural y cada una de las acciones de resistencia.

 

· Daniel Gollan ·

Médico sanitarista y ex ministro de Salud de la Nación. Coordina el área Salud del Instituto Patria.

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