Consecuencias de la Cobertura Universal de Salud en Colombia

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Allí donde el mercado no resulta rentable, la inversión y el acceso a servicios disminuyen”, escribe el médico bioeticista Mario Hernández Álvarez para mostrar los costos para los más vulnerables de la implementación de la Cobertura Universal en Salud (CUS) en Colombia. Quiénes ganaron y quiénes perdieron con este sistema que podría entrar en vigencia en la Argentina.

En el mundo entero se están discutiendo reformas de los sistemas de salud desde hace casi cuatro décadas. Pero estas reformas no pueden entenderse sin un análisis del lugar que ocupa la atención médica en el capitalismo actual.

El proyecto de garantizar la atención en salud para todos, expresado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales (PIDESC) de 1966, entró en crisis desde mediados de los años setenta. En esos años, el capitalismo industrial fordista fue impactado por la ruptura del patrón dólar-oro y el incremento de los precios del petróleo.

Este impacto fue el resultado de la sobreacumulación de capital generada, precisamente, por los pactos de la segunda posguerra. Las transnacionales que crecieron entre 1946 y 1970 rompieron el saco y quebraron los pactos para ampliar sus mercados por medio de una globalización económica.

Entre las transnacionales más prósperas estaban las del Complejo Médico Industrial (CMI), esto es, las grandes farmacéuticas, las productoras de equipos de diagnóstico y tratamiento, las empresas hospitalarias, las escuelas formadoras de trabajadores y profesionales de la salud y las cada vez más dominantes aseguradoras comerciales en salud del managed care. El CMI creció especialmente en Estados Unidos, país que nunca aceptó que la atención en salud fuera un derecho y que siempre le apostó al mercado libre de seguros de salud con subsidios estatales focalizados (Medicare y Medicaid).

La presión para la apertura de los mercados de servicios de salud en todos los países vino de este rentable CMI. Con la financiarización provocada por las medidas monetaristas neoclásicas de los primeros gobiernos neoliberales de Reagan y Thatcher, se impulsó la idea de que era inviable la garantía de la atención universal de la salud a cargo de los Estados, como derechos o bienes comunes.

Con base en esta idea, el Banco Mundial (BM) presentó por primera vez la propuesta de “Agenda para la reforma del financiamiento de los sistemas de salud” en 1987. El fundamento de la agenda era la “teoría de la elección racional” de la economía neoclásica, aplicada a la salud. Desde esta perspectiva, la atención médica debía entenderse como un bien privado, dado que surge de una condición individual, se agota en el consumo del individuo beneficiado y, en estas circunstancias, las personas están dispuestas a pagar por él.

Tomando la teoría del principal-agente de Arrow, suponía el BM que la mejor forma para comprar servicios de salud de manera estable e inteligente era a través de los seguros de salud. Y proponía que se impulsara en todos los sistemas de salud la transición al aseguramiento individual, pero a través de la progresiva participación de agentes privados, pues concebían al sector público como ineficiente y corrupto.

El fundamento de la agenda del Banco Mundial era la “teoría de la elección racional” de la economía neoclásica, aplicada a la salud: la atención médica debía entenderse como un bien privado, dado que surge de una condición individual, se agota en el consumo del individuo beneficiado y, en estas circunstancias, las personas están dispuestas a pagar por él.

 

En 1993 el BM presentó la propuesta de reformas mejor estructurada en su Informe Mundial titulado “Invertir en salud”. En este informe el BM impulsaba un modelo de seguros basados en paquetes costo-efectivos, de manera que se atrajera la inversión privada transnacional al tiempo que se focalizaran los recursos públicos en los pobres que no pudieran pagar esos seguros.

Después de intentar sin éxito una reforma de este corte en México, Julio Frenk se encontró en 1995 con el ex ministro de salud de Colombia, Juan Luis Londoño, en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), con la diferencia de que este último sí había encontrado la ventana de oportunidad para impulsar una reforma estructural del sistema de salud. Esta fue la publicitada Ley 100 de 1993 a la que volveremos más adelante.

En este encuentro los reformistas neoclásicos, Frenk y Londoño formularon la propuesta del “Pluralismo estructurado”, con la separación de funciones que permitiría concentrar al Estado en la regulación del mercado de aseguramiento. Esta es la función de “modulación” o “competencia regulada” o “managed competition” propuesta por Alain Enthoven en los ochenta. Así se incorporarían las aseguradoras privadas junto con las viejas instituciones de los seguros sociales en la “articulación” entre los fondos de “financiamiento” público (impuestos y cotizaciones) y la “prestación” de servicios. Para incorporar a los pobres al aseguramiento, se implantaría un modelo de subsidio a la demanda que en Colombia se denominó “régimen subsidiado” desde 1993 y en México “seguro popular” desde 2004.

En 2000, el economista Joseph Kutzin, de la sección de Health, Nutrition and Population (HNP) de la Red de Desarrollo Humano del BM presentó al mundo la iniciativa de la “Cobertura Universal en Salud”, como la combinación de seguros, financiados por recursos públicos, por cotización obligatoria o privados, como la mejor estrategia para proteger alos individuos del “riesgo financiero” que implica la compra de la cada vez más costosa atención médica.

Desde esta perspectiva, se asume que las tecnologías en salud y los medicamentos son costosos porque incorporan un bien de alto costo que es el conocimiento. Con esto se oculta la verdadera razón de los altos costos en salud que no es otra cosa que los derechos de propiedad intelectual (DPI) defendidos por los organismos internacionales y los Estados para garantizar la acumulación de capital en el llamado “capitalismo cognitivo”.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) se alineó con la perspectiva neoclásica individualista y mercantilista de la salud cuando incorporó a los economistas del BM en la evaluación del desempeño de los sistemas de salud en su informe de 2000. En esta evaluación Colombia ocupó el primer puesto entre los países latinoamericanos, el puesto 21 en el mundo y el primer puesto en “equidad financiera”, pues se podía comprobar que todo aquel que podía pagar pagaba un seguro obligatorio, los más ricos compraban un seguro privado complementario y los pobres recibían gratis el régimen subsidiado, tal como había pensado el BM que debía ser.

La verdadera razón de los altos costos en salud no es otra cosa que los derechos de propiedad intelectual defendidos por los organismos internacionales y los Estados para garantizar la acumulación de capital en el llamado “capitalismo cognitivo”.

 

No es extraño entonces que la 58ª Asamblea Mundial de la Salud en 2005 instara a los Estados Miembros a incorporar diferentes mecanismos para la CUS. Con base en esta decisión, el Informe de la Salud en el Mundo de la OMS en 2010 se dedicó a este tema. Y en la página oficial de la OMS se la define la CUS como “asegurar que todas las personas reciban los servicios sanitarios que necesitan, sin tener que pasar penurias financieras para pagarlos”. Para esto, se sugiere desarrollar un sistema de aseguramiento en el que progresivamente se incluya a la proporción de población, gastos y servicios cubiertos.

Esto es exactamente lo que pretende hacer el gobierno de Mauricio Macri en Argentina. Ir pasando poco a poco de un esquema segmentado de Obras Sociales pagado por cotizaciones y un sistema público pagado por impuestos, a uno de “aseguramiento universal” en el que algunos recursos de las cotizaciones y de los impuestos que hoy van hacia los hospitales públicos se transformen en subsidio a la demanda, régimen subsidiado de aseguramiento o seguro popular, como se le quiera llamar, para incorporar a los pobres al mercado de seguros.

Dado que Colombia es el mejor ejemplo de pluralismo estructurado, es necesario analizar la estructura del sistema impuesto por la Ley 100 de 1993 y sus consecuencias. Lo primero que debe entenderse es que el Sistema General de Seguridad Social en Salud es uno de los tres componentes del Sistema Integral de Seguridad Social, junto con riesgos laborales y pensiones. En los tres componentes, la lógica es la misma: dejar entrar agentes de mercado en competencia y convertir al Estado en un regulador de mercados y un subsidiario de los pobres para incorporarlos a esos mercados.

En salud, se decidió estructurar un sistema de dos regímenes principales según la capacidad de pago: “régimen contributivo” (RC), de cotización obligatoria para “no pobres”, esto es, todo aquel que tenga un ingreso mayor a un salario mínimo; y “régimen subsidiado” (RS) para pobres, identificados por medio de una encuesta de hogares que clasifica a la población en seis niveles. Los pobres serían los de los niveles 1 y 2. En estas condiciones, el financiamiento es mayoritariamente público (parafiscal y fiscal) y resulta obvio que el gasto de bolsillo directo haya disminuido. En todo caso, quien puede comprar seguros privados complementarios lo hace, una vez pagada su cotización obligatoria.

Los recursos públicos van a un fondo centralizado con dos cuentas: una para el RC y otra para el RS. Estos recursos son entregados a las “empresas administradoras de planes de beneficios” (EAPB) en la forma de una “unidad de pago por capitación” (UPC) por cada individuo, sea afiliado o beneficiario, a manera de póliza para el cubrimiento de un “plan de beneficios” (PB) igual para todos. Esta forma de regulación del mercado de EAPB hace que no puedan competir por el precio de la póliza individual, sino por “eficiencia” en el gasto de la UPC. Así, las EAPB están obligadas a controlar el gasto y entre menos gasten más utilidades tienen. Las viejas instituciones de seguridad social fueron obligadas a competir con las nuevas aseguradoras, pero quebraron y fueron liquidadas o vendidas.

Los hospitales públicos fueron transformados en “empresas sociales del Estado” (ESE) autónomas y autosostenibles, obligadas a vender sus servicios a las EAPB y en competencia abierta con prestadores privados. El término genérico para este mercado de prestadores es “instituciones prestadoras de servicios de salud” (IPS), y van desde consultorios privados, laboratorios clínicos y puestos de salud, hasta hospitales y clínicas de alta complejidad y especialización. Hoy en día los hospitales están en riesgo de quiebra y algunos han sido liquidados o vendidos, mientras sigue la expansión de los prestadores privados.

En este esquema es obvio que se haya alcanzado la meta de la CUS en los 20 años de implementación de la reforma, pues 97,4% de la población tiene algún seguro: contributivo, subsidiado, régimen especial de vieja guardia sostenido por la fuerza de algunos sindicatos, y seguro privado o medicina prepagada. Entre 1994 y 2011, el PB de los pobres era más o menos el 60% de los no pobres. Aunque la Corte Constitucional obligó a igualar los planes, persisten diferencias inaceptables.

En muchos estudios se reconoce que el acceso a servicios, la calidad y la oportunidad son desiguales entre pobres, medios y ricos. Por ejemplo, las gestantes del RS tienen el doble de riesgo de morir por causas relacionadas con la gestación que las del RC, aunque tengan el mismo plan. La estructura del sistema reproduce las desigualdades de clase, aunque haya aumentado el acceso a servicios de los más pobres. La desigualdad entre departamentos y regiones, entre la población rural y urbana, y entre etnias es evidente y tiende a reproducirse.

Allí donde el mercado no resulta rentable, la inversión y el acceso a servicios disminuyen. Esto explica por qué la disponibilidad de servicios se ha reducido en las zonas rurales con población dispersa. El modelo de aseguramiento se ha centrado en la “gestión del riesgo financiero” y ha abandonado la denominada “gestión del riesgo en salud”, como el mismo gobierno reconoce. Afirma el Ministerio de Salud y Protección Social que “se evidencia obsolescencia tecnológica en el primer nivel, reducción de la capacidad instalada en el segundo nivel y crecimiento en la capacidad instalada de alta complejidad con ampliación de la participación de la oferta privada sobre la oferta pública”.

La visión preventiva y de salud pública es marginal y se confunde con responsabilidades menores de los entes territoriales con pocos recursos para la implementación de un “plan de intervenciones colectivas” (PIC) de muy poco impacto. Uno de los efectos de este modelo hospitalocéntrico es, por ejemplo, que el Observatorio Nacional de Salud encontró que “Durante el período 1998-2011 se reportaron en Colombia un total de 2.677.170 muertes [de las cuales] 1.427.535 (53%) correspondieron a causas clasificadas como evitables”.

El caso colombiano muestra a todas luces el predominio de la búsqueda de rentas con los recursos públicos disponibles a expensas de la salud de la población y la reproducción sistemática de la desigualdad social.

 

La judicialización de la salud se expresa en más de 120.000 acciones de tutela por año, 70% de las cuales son por servicios y medicamentos incluidos en el PB. Esto se explica porque las EAPB ponen todo tipo de barreras para el acceso a los servicios por parte de los pacientes, con el fin de evitar el gasto de la UPC. Por otra parte, la deuda de las EAPB con las IPS públicas y privadas es exorbitante, precisamente porque tratan de evitar el pago de servicios ya prestados, para lo cual cuentan con el mecanismo de “glosa” u objeción de facturas. En estas condiciones, los prestadores han flexibilizado la contratación de personal y han generado un largo proceso de precarización laboral en salud.

En síntesis, el caso colombiano muestra a todas luces el predominio de la búsqueda de rentas con los recursos públicos disponibles a expensas de la salud de la población y la reproducción sistemática de la desigualdad social.

Un sistema de este tipo resulta muy funcional al complejo médico industrial y financiero de la salud, de dimensiones transnacionales, pero no significa mejoras en la salud de la población o en la superación de las inequidades acumuladas en la regiónlatinoamericana. Se requiere otro pacto social y político que conduzca a la verdadera universalidad e integralidad de la atención en salud, como bien común y derecho humano fundamental, sin lucro alguno en el manejo de los fondos públicos, pero con perspectiva territorial, democrática, pensando más en buen vivir que solo en atención de enfermedades y consumo de medicamentos y tecnologías.

 

· Mario Hernández Álvarez ·

Médico, bioeticista, Doctor en Historia, Profesor Asociado del Departamento de Salud Pública, Facultad de Medicina,Universidad de Colombia. Coordinador del Doctorado Interfacultades en Salud Pública de la Universidad Nacional de Colombia, ex coordinador general de la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (ALAMES), miembro de la Red de Sistemas y Políticas de Salud de ALAMES.

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