FRAGMENTACIÓN Y DESIGUALDAD EN LA FUERZA DE TRABAJO EN SALUD

Conformación de una fuerza no tan fuerte

FOTOGRAFÍA: FERNANDO LÓPEZ

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La clase, el género y la raza condicionaron la génesis de un sistema desigual e injusto que afecta en general al pueblo como titular del derecho a la salud y en especial a quienes trabajan para asegurar su ejercicio.

En un consultorio externo de un hospital, golpean la puerta mientras un médico está atendiendo. Es la enfermera Alicia. “Permiso, Doctor, le traje un cafecito”. Unas diez horas más tarde, un piso más arriba, en el office de una de las salas de Cirugía, matean las enfermeras Luz, Chela y Claudia con la instrumentadora Myriam. Se acerca el interno de guardia y pide un mate “¿Usted toma mate, Doctor Venturelli? Pensé que solo tomaba café”, se sorprende Chela.

Lxs médicxs en general, pero especialmente los varones, nos llamamos Doctor, muchas veces solo tenemos apellido y no tomamos mate. Se nos trata de usted y el café se nos sirve. Lxs enfermerxs, pero sobre todo las mujeres, solo tienen su nombre de pila. Su título, aunque sean doctoras, no se usa. Muchas veces se las tutea aunque ellas traten de usted. Lo que beben, se lo preparan ellas. Aunque no pasa lo mismo en todas partes, escenas como las que describimos son muy comunes. Con el resto de las profesiones los roles son menos estereotipados pero es fácil descubrir que nadie recibe el mismo trato que los médicos (ni tratan a lxs demás como lo hacen los médicos).

Ese pequeño dispositivo rutinario de dominación forma parte de un frondoso árbol genealógico que vamos a explorar de manera fragmentaria. Una compleja combinación de prácticas, instituciones, normas, trayectorias formativas y relaciones económicas produce y reproduce la fragmentación y la desigualdad que caracterizan la historia de la fuerza de trabajo en salud en la Argentina. También forman parte de la trama los breves pero contundentes períodos en los que se intentó reducirlas.  

Hay tres generadores de desigualdad en los que haremos especial foco: la clase social, la raza y el género. La clase estará definida por la posición con respecto al capital y al trabajo. Los otros dos tienen la complicación de haber sido construidos como “ficciones biológicas” por la ciencia moderna. La raza establece una diferencia jerárquica entre europeos y no europeos. El género habla de las desigualdades derivadas de las diferencias sexuales. Veremos que se potencian entre sí y que, aunque su peso relativo fue variando, nos atraviesan hasta el presente.

Por último, antes de comenzar, debemos aclarar que casi ninguno de los fenómenos  que estudiaremos (salvo el peronismo) se dio de manera aislada en nuestro país. Por el contrario, la mayor parte de las instituciones, categorías y relaciones son fruto de la sucesión y superposición de distintos modos de colonialidad y de los movimientos que se le opusieron. Así es que tendremos muchas cosas en común con los países centrales y con otros que, como el nuestro, pueden caracterizarse como capitalistas periféricos dependientes.

 De médicos judaizantes y brujas

Tomaremos para empezar dos ejemplos de las desigualdades históricas propias del campo de la salud provenientes de procesos judiciales. Por un lado tenemos a la india Lorenza, de Santiago del Estero, que fue juzgada y condenada por la justicia secular en 1761 bajo el cargo de hechicería. Por otro, al médico Francisco Maldonado Da Silva, de San Miguel de Tucumán, enjuiciado en los tribunales del Santo Oficio por judaizante y quemado en Lima en 1639.

Lorenza se dedicaba a curar. Maldonado Da Silva también. Lorenza no tenía apellido. Maldonado Da Silva portaba los apellidos de su madre y de su padre. Había estudiado en la Universidad Mayor de San Marcos. Lorenza había aprendido su arte en la salamanca y su maestro había sido Marcos, un zambo libre que tampoco tenía apellido. Maldonado Da Silva había acumulado cierta fortuna trabajando como médico de las familias acomodadas de las ciudades de Santiago de Chile y Concepción. Lorenza vivía de “hilar, tejer y hacer ollas” y ejercía su arte cuando se lo pedían sus vecinas o cuando se lo mandaban los varones que ejercían la autoridad sobre ella: el alcalde indio, el cacique y los patrones o burócratas españoles.

Lorenza y Maldonado Da Silva no son casos fundacionales. Apenas son un ejemplo de cómo se fue construyendo la desigualdad.   

De protomédicos, sirvientas y curuzuyaras

El cuadro «Oración solemne en ocasión de la feliz inauguración del Tribunal del Protomedicato en la ciudad de Buenos Aires. Autor: Miguel Gorman» preside el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Celebra la creación de la primera autoridad sanitaria en este territorio, heredera de una institución surgida en España en el siglo XV que tenía como función la vigilancia y la enseñanza de los oficios sanitarios (médico, cirujano y boticario) a la vez que contaba con la facultad de tomar medidas de excepción ante las epidemias. Los protomédicos, que en la metrópoli estaban a cargo de la salud de la familia real y aquí cuidaban del virrey, los hombres que obtenían la licencia para trabajar de médico y quienes estudiaban en la escuela de medicina del protomedicato pertenecían a la clase propietaria como la mayor parte de sus pacientes.

La población española pobre, negra e india tenía su circuito de cuidados y atención por separado. Por un lado, disponía de curadores populares con diversos grados de especialización (hueseros, sobadores, yerberos, etc.) y de las figuras chamánicas asociadas con ciertos grupos étnicos. Por otro, estaban los hospitales, que dependían de órdenes religiosas. En muchas ocasiones, ambos mundos se cruzaban para producir prácticas sincréticas. Por ejemplo, los curuzuyaras (que en guaraní significa “portadores de la cruz”) eran indios reclutados por los jesuitas para el cuidado de la salud de lxs habitantes de las misiones. Aunque la mayoría eran seleccionados y educados desde la infancia por los religiosos, muchos curuzuyaras eran varones adultos que contaban con conocimientos sobre el uso de hierbas medicinales autóctonas. Las mujeres también estaban habilitadas para cuidar a las mujeres. En 1797, la Junta de la Hermandad de la Caridad solicitó para el Hospital de Mujeres “ 1 Enfermera Mayor y 3 Ayudantas. Además se necesita 1 portera y que diariamente pasen al Hospital 6 huérfanas de edad para ayudar a las enfermeras a cuyo número se agrega otro igual de sirvientas”. Queda claro que las enfermeras formaban parte del mismo grupo que las sirvientas y que la formación sería eminentemente empírica.

 

La formación de los médicos comenzó en 1801 bajo la dependencia del protomedicato. Pese a no haber ninguna prohibición explícita para que las mujeres o los varones no-blancos estudiasen Medicina, el requisito de los cursos de Lógica y Física Experimental les excluía.

 

Muy diferente era la formación de los médicos, que comenzó en 1801 bajo la dependencia del protomedicato. Para ser admitidos, los alumnos debían haber aprobado los cursos de Lógica y Física experimental, que solo se podían realizar en el Colegio de San Carlos. El plan de estudios era calcado del de la Escuela de Medicina de Edimburgo y tenía una duración prevista de seis años. Los tratados que se utilizaban estaban escritos en latín, inglés y castellano. Los exámenes eran actos públicos cuya noticia se difundía en los periódicos. Al ser los miembros más ilustrados de la clase propietaria, los estudiantes se formaban en materias que excedían lo necesario para ejercer la medicina: en el examen de “Elementos de química farmacéutica y filosofía botánica” que tomó Cosme Argerich el 12 de julio de 1803, se habló, por ejemplo, de la curtiembre, los tintes y el proceso de vitrificación.

Pese a no haber ninguna prohibición explícita para que las mujeres o los varones no-blancos estudiasen Medicina, el requisito de los cursos de Lógica y Física Experimental les excluía. La enormísima mayoría de la población pobre, india, negra y sus posibles intersecciones era analfabeta. Las mujeres españolas que asistían al Colegio de Huérfanas solo recibían instrucción en religión, buenas costumbres y útiles manufacturas”

De organización, beneficencia e higienismo

El convulsionado proceso de surgimiento de Argentina como país independiente que atravesó casi todo el siglo XIX tuvo sus propios debates sanitarios marcados por el género, la raza y la clase.

La corriente higienista, representante sanitaria del positivismo, irrumpió en la escena local de la mano de jóvenes médicos que se habían formado en Argentina y Europa. Su discurso, repleto de términos biológicos y derivados de las ciencias experimentales, era la versión docta de un sistema clasificación binaria (civilizado/primitivo; moderno/tradicional; superior/inferior; científico/supersticioso) que justificaba el rol dominante del varón burgués europeo.

Los higienistas disputaban el control de los hospitales con la Sociedad de Beneficencia, que era manejada por mujeres de la alta sociedad porteña y administraba fondos estatales con fines filantrópicos. Emilio Coni, higienista y a la sazón Director de la Asistencia Pública de la Municipalidad de Buenos Aires, esgrimía el siguiente argumento a favor del control estatal del sistema de salud: “No basta la distinción y la belleza, la alta posición social y los sentimientos de caridad indiscutibles en las damas argentinas para tornarlas hábiles en la administración de los establecimientos técnicos que requieren conocimientos que ellas no pueden tener”.

Fue en pleno auge del higienismo, en 1885, que Cecilia Grierson fundó en Buenos Aires la primera escuela de Enfermería de América Latina. Si bien al principio fue mixta, en 1912 pasó a ser exclusivamente femenina con la siguiente justificación: “La mujer es más apta que el hombre a esta clase de estudios, para esta tarea de abnegación sincera, que requiere un trato suave y labor paciente, algunos conocimientos generales, nociones de higiene, conocimientos de economía doméstica y cierta cultura más propia de la mujer y no del hombre de esta clase social”.

De proletarización, uniformes y desfiles

Las políticas sanitarias de los primeros dos gobiernos de Juan Domingo Perón constituyeron un punto de inflexión en la historia de la fuerza de trabajo en salud. Por un lado, el reconocimiento constitucional de la salud como un derecho y del Estado como su único garante se acompañó de una expansión de los efectores sanitarios estatales (hospitales, dispensarios, salas de primeros auxilios, etc.) con el consiguiente crecimiento del Estado como empleador de trabajadorxs de la salud. Por otro, el diagnóstico de un déficit en el número y la calidad del personal de enfermería llevó a que se realizasen variadas experiencias formativas, casi todas dirigidas exclusivamente a mujeres.

En el número correspondiente al bimestre noviembre-diciembre de 1954 de la Revista de la Confederación Médica Argentina, Juan Lazarte se quejaba de que la profesión se había desplazado “del liberalismo absoluto a una semiestatización que no ofrece ninguna garantía de condiciones económicas suficientes, ni de derechos sociales y colectivos justos”. Según el sanitarista libertario, de los diecinueve mil quinientos médicos activos en ese momento, doce mil ocupaban cargos públicos y el Estado resultaba “el patrón que paga más bajos salarios”. “[En épocas anteriores] … el Estado tampoco prestaba mayores servicios. La asistencia de ‘gratis’ pasó a poco remunerada y así quedó”.

Si bien la respuesta estatal ante la falta de personal de enfermería fue variopinta, las dos experiencias más representativas son las de la Escuela de Enfermeras de la Secretaría de Salud Pública (a partir de 1949, del Ministerio de Salud Pública) y la Escuela de Enfermeras 7 de mayo, dependiente de la Fundación Eva Perón (FEP). Nos dedicaremos a la segunda porque desnaturalizó a su manera el género, la raza y la clase en la fuerza de trabajo en salud.

 

La escuela de enfermería dependiente de la Fundación Eva Perón mostraba a las enfermeras solas, sin la supervisión paternal del médico, desfilando a pie o manejando, todas situaciones hasta entonces atípicas para las mujeres.

 

La posición clasista, reivindicadora de la mujer y provocadora de la escuela de la FEP se expresó en varios frentes. Por una parte era explícita la intención de aceptar estudiantes de los sectores más pobres de la población, de instalar la Enfermería como una profesión y a quienes la practicaran, como trabajadoras. Además, se decidió instalar la escuela en Callao y Arenales, en el barrio porteño de la Recoleta. Al verlas pasar luciendo el uniforme reglamentario, “las oligarcas nos tiraban agua de los balcones”, recuerda una egresada. Tal vez en las imágenes de difusión sea donde más se nota la reivindicación de género: mostraban a las enfermeras solas en situación de atención, sin la supervisión paternal del médico, desfilando a pie o manejando jeeps y motocicletas, todas situaciones hasta entonces atípicas para las mujeres.

De globalización, feminización y precarización

Desde mediados de la década de 1950, se aceleró el crecimiento del número total de profesionales de la Medicina, comenzó a aumentar la proporción de mujeres y a declinar el ejercicio liberal de la profesión en favor de diferentes modalidades de dependencia con respecto a empresas privadas, las obras sociales y el Estado. Eso coincidió con la aparición de nuevas carreras universitarias relacionadas con el campo de la salud y con el acceso al grado universitario de antiguas profesiones sanitarias, como la enfermería. A su vez, con el pretexto de la descentralización, se inició el proceso de transferencia de hospitales y otros efectores sanitarios de la Nación a las provincias y de las provincias a los municipios que culminó de forma atropellada en los ‘90.

 

El número de graduadas de Medicina creció seis veces entre 1950 y 1955: fue el claro inicio del proceso de feminización de la carrera.

 

Integrantes de la Escuela de Enfermeras de la Fundación Eva Perón (1948). Archivo General de la Nación.

El aumento de la cantidad de títulos de grado en medicina expedidos a partir de 1955 puede ser resultado de la expansión de la matrícula universitaria general que había comenzado con la instauración de la gratuidad en 1949. Pero haría falta otro argumento para explicar que, mientras el total se duplicó, el número de graduadas creció seis veces (de cien en 1950 pasó a más de seiscientas en 1955). Tal vez la conquista de los derechos políticos haya funcionado como un estímulo para que más mujeres se lanzasen a estudiar. Tal vez la asignación estereotipada de funciones de cuidado haya influenciado en la masiva elección de la carrera. Más allá de los motivos, este es el claro inicio del proceso de feminización que siguió avanzando hasta que, en 2016, las médicas llegaron a ser el 51,9 % del total de profesionales del ramo en actividad.  

La aparición de nuevas carreras universitarias relacionadas con la salud tuvo resultados desparejos. Psicología, por ejemplo, se expandió sin cesar desde su apertura en 1955. La creación de la licenciatura en Enfermería en 1968, por su parte, no tuvo un gran impacto numérico. Al comparar ambas carreras, vemos que Psicología nació con un fuerte componente femenino que se mantuvo en el tiempo y fue desde el principio una carrera universitaria de grado identificada con la clase media urbana. La inserción en el sistema de salud fue inicialmente sin retribución y quienes cobraban lo hacían en su consultorio privado. El grado en Enfermería, mientras tanto, surgió como complemento al título de técnico superior, ostentado por un grupo minoritario del personal de enfermería, que era predominantemente empírico o contaba con una certificación de auxiliar habiendo completado un curso breve. Aunque los sueldos fueran mucho más bajos que los de los médicos, estudiar Enfermería tenía el atractivo de la rápida y segura salida laboral para jóvenes de las clases populares. Eso hizo que a partir de 1970 comenzase a crecer la proporción de varones enfermeros.

 

Psicología nació con un fuerte componente femenino y fue desde el inicio identificada con la clase media urbana. Enfermería, por su parte, tenía el atractivo de la rápida y segura salida laboral para jóvenes de las clases populares.

 

Es difícil hablar de éxito o de fracaso al pensar en estas carreras porque no era claro el objetivo a cumplir. Puede que esa confusión derivase de la desarticulación del Estado que signó los años posteriores al derrocamiento de Perón. El sistema de salud y el sistema universitario estaban desarticulados; los sistemas de salud nacional y provinciales fueron desarticulándose progresivamente; las políticas públicas en general adquirieron la desarticulada lógica de programas impulsada por los organismos multilaterales de crédito. El Estado nacional resignaba su soberanía en términos de planificación.

La desarticulación provocó la naturalización y la profundización de las inequidades. La lucha gremial dispersa, fruto de la construcción desigual de las profesiones, llevó muchas veces a la puja entre trabajadorxs por cierta posición de privilegio o por impedir el ingreso al campo sanitario de una nueva actividad. La única instancia que permitió aglutinar las reivindicaciones laborales, los proyectos sectoriales y el impulso académico fue la asunción de la política como herramienta para transformar la realidad. Es el caso de la Ley Nacional de Carrera Sanitaria, que se promulgó en 1974 junto a la ley de creación del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS). En ella se establecía que “el trabajador de salud, cualquiera sea el nivel o el sector en que desempeñe su función, es el efector natural de la política sanitaria” […] “En todos lo casos, los trabajadores gozarán de estabilidad laboral inviolable, remuneración adecuada a las prestaciones que realicen con incentivos económicos, científicos y de capacitación, régimen de previsión social y jubilatorio acorde con la trascendencia de sus labores …”. No restringía la carrera a un listado de profesiones (como sucedía en varias provincias), aunque diferenciaba entre profesionales y técnicos según el nivel de formación. Eso habría permitido que todas las personas con un título equivalente cobrasen un salario similar y pudiesen acceder a puestos de la misma jerarquía. Tan peligrosa fue esta ley que en 1978 la derogaron sin reemplazarla por ninguna otra.

 

La Ley Nacional de Carrera Sanitaria (1974) no restringía la carrera a un listado de profesiones y habría permitido que todas las personas con un título equivalente accediesen a salarios y puestos similares. Pero fue derogada en 1978, sin reemplazarla por ninguna otra.

 

El regreso a la democracia derivó en varias transformaciones contradictorias en la fuerza de trabajo en salud. Se conformaron las primeras organizaciones sindicales interprofesionales y se logró la ampliación del listado de profesiones incluidas en la carrera hospitalaria. Sin embargo, el estigma histórico hizo que quienes alcanzaron el título de Licenciatura en Enfermería aún tengan que seguir luchando para que se les reconozca en plano de igualdad con el resto de los profesionales. Mientras tanto, el subsector privado, que había comenzado a desarrollarse durante la dictadura y tomó un nuevo impulso con la desregulación de las obras sociales en la década de 1990, se ocupó de contratar a un mayor número de trabajadorxs y de reunir a quienes cuentan con más capacitación. Así se llegó a la situación actual en que más de la mitad del personal de salud trabaja en el ámbito privado. En el caso particular de la Enfermería, la enormísima mayoría de las licenciadas y licenciados ejercen en el subsector privado mientras que en muchas jurisdicciones cerca del 60% del personal de enfermería empleado en el Estado es auxiliar.

Al paisaje que acabamos de pintar hay que agregarle el elemento geográfico. Por un lado, los profesionales de la salud están concentrados en los grandes centros de formación que, además, son los lugares con mejores oportunidades laborales. Por otro, en todas las provincias, lxs trabajadorxs y el subsector privado se vienen aglomerando en las capitales y ciudades importantes.

Después de más de cuatrocientos años de desarrollo de una fuerza de trabajo desigual y fragmentada, el mayor logro es que hace algunos años eso comenzó a verse como un problema. La cuestión de los recursos humanos en salud es un tema recurrente que ha generado grandes producciones teóricas, importantes experiencias puntuales acotadas en el tiempo y largas discusiones entre funcionarios. Es necesario que en los debates futuros, además de incluir las áreas de gestión, de formación técnica y universitaria y de representación gremial, se deconstruyan los estereotipos de raza, género y clase para poder avanzar hacia un colectivo único y diverso que sea protagonista en la construcción de un sistema de salud nacional integrado.  

 

· Leonel Tesler ·

Médico especialista en psiquiatría infanto juvenil. Director del Departamento de Ciencias de la Salud y el Deporte de la Universidad Nacional de José C. Paz.